Existen diferencias entre la meditación con objetivo terapéutico y la meditación con fines religiosos. No es mi intención emitir juicios de valor, aunque una fuera mejor que la otra. Más bien quiero decir que ellas son tan diferentes como lo sería la comparación entre la psicología y la teología. Con el fin de producir ese estado de percepción consciente que sanará el cuerpo o la mente es legítimo y laudable el propósito de la meditación terapéutica. Pero la meditación religiosa va en procura de lo esencial. También esto puede tener consecuencias terapéuticas; pero aún en este caso la sanación no puede ser atribuída solamente al proceso psicológico. Hay otros factores incluídos.
Antes de hablar de su poder de sanación, déjenme recordar que la meditación no es necesariamente terapéutica. En su libro “La Psicofisiología del Zen”, el Dr. Tomio Hirai observa que muchos neuróticos visitan los templos Zen en Japón en busca de salud psicológica. Pero muy a menudo empeoran. El Dr. Hirai indica que el Zen no debería ser recomendado para los emocionalmente desequilibrados o para aquellos con una psicosis latente. Para esta gente puede resultar imposible el integrar las imágenes y problemas que se desprenden del inconsciente. Además, el Dr. Hirai cree que la gran severidad del Zen en su actual forma lo hace inadecuado para las masas.
Aunque algunas clases de meditación, incluyendo una forma modificada de Zen, parecen ser benéficas y terapéuticas para algunas personas. Por ejemplo, la meditación transcendental a veces ayuda a curar el abuso de drogas. También hay psiquiatras japoneses que combinan el zazen con la terapia tradicional. Y además se ha declarado que con la simple entrada en una prolongada consciencia alfa por medio de bio-retroalimentación, se han conseguido curas de neurosis. ¿En que consiste la dimensión terapéutica de la práctica de la meditación? Esta es la primera pregunta que me gustaría hacer. Tal vez la consideración del rol de la memoria en la vida psíquica del hombre podría dar una pista.
Actualmente en psicología es axiomático que la mayoría de las neurosis y perturbaciones emocionales estén relacionadas con la memoria. Mientras permanecemos desesperadamente ignorantes acerca de los millones de células dentro del cerebro, una cosa que está clara es que nuestro pasado está grabado y almacenado allí y que puede ser traído de vuelta al presente. En otras palabras, el cerebro es como una grabadora que retiene cada experiencia que hemos tenido desde el nacimiento, y quizás desde antes del nacimiento.
Todo esto es expresado muy coloridamente en el Análisis Transaccional, el que nos dice que dentro de nosotros, almacenado en nuestra memoria, hay un Padre y un Niño. Este último es un estrepitoso y neurótico niño que provoca problemas, ansiedades y miedos, diciéndonos que no estamos bien, y construyendo nuestro complejo de inferioridad. Al lado de él hay un dedo acusador, un padre legalista que nos atormenta con prevenciones, reprobaciones y prejuicios irracionales. Si queremos tomar decisiones equilibradas, nuestro Adulto interior debe tener el control y no debemos ser dominados ni por el Padre ni por el Niño. No podemos deshacernos totalmente de esas voces provenientes del pasado. Ellas están incorporadas en la grabadora de la memoria. Pero podemos aprender a desapegarnos de ellas, a no dejar que nos influyan. Podemos sonreirle compasivamente a nuestro neurótico Niño y decir: “¡ Ahí estás de nuevo !” O podemos ignorar y perdonar las aplastantes reprobaciones del Padre.
Como sea que queramos expresarlo, el hecho es que estos fantasmas habitan nuestra memoria, influyendo en nuestra conducta del presente. Y con miras a ser sanados, debemos encontrar alguna manera de confrontarlos o de manipularlos, o de desapegarnos de ellos.
Hay ciertas formas de meditación que logran un gran impacto en la memoria y pueden obtener un desapego desde niveles interiores de consciencia. Probablemente cualquier meditación que nos lleve a la gran amplitud de las ondas alfa puede estimular y traer a la superficie recuerdos semi sepultados. Esto, en todo caso, parece estar de acuerdo con los resultados de ciertas pruebas de memoria hechas por el Dr. Green, en las cuales los productores de ondas alfa tuvieron mejores rendimientos. Uno puede entender como ésto podría ocurrir. Es la clase de meditación que va más allá del pensamiento discursivo y se introduce en otro nivel de percepción; entonces los pensamientos y sentimientos del pasado pueden ascender hasta la superficie de la mente. El Niño que todo lo encuentra mal puede chillar y lamentarse. El Padre puede vociferar y reprender. Los miedos semi sepultados pueden salir a flote desde el inconsciente. Pero yo no pongo atención a esas inquietante s voces del pasado porque he entrado en un nivel más profundo de la mente donde puedo estar desapegado, en silencio y libre de su dominación.
Una cura puede ser realizada de varias maneras. Podría ser con la ayuda de un analista o consejero con quien yo confronte los fantasmas y duendes, alejándolos de mí o debilitando su poder sobre mí. En este caso se verá de inmediato el resultado, y el proceso meditacional es un asunto más bien secundario. Es poco más que una preparación o una manera de descubrir los problemas ocultos. Ha jugado un rol un tanto similar al del diván. El psicoanalista es el actor protagónico en el drama.
Pero hay otra posibilidad. Puede ser que yo encuentre tanto gozo y satisfacción en mi nuevo nivel de percepción que el aullante Niño y el refunfuñante Padre no me molesten más. Ellos se gritan a ellos mismos hasta morir, o mueren por exceso de luz, o perecen de inanición. Y yo soy liberado y sanado. Quizás el darme cuenta de mis problemas – mientras al mismo tiempo les permito existir – conduce a un tipo de iluminación en lo que ellos concierne y ya no son virulentos. Como dice Rollo May: “al ser nombrado, el demonio pierde su poder”.
Hay aún otra posibilidad, y es que el gozo que emana de mi nuevo nivel de percepción sea tan grande que las fijaciones menores dejen de ser importantes. La entrada en estados profundos de consciencia a través de la meditación produce efectos psicofisiológicos de gozo, tranquilidad e integración, los que son el lado positivo de todo lo que está sucediendo negativamente en la memoria. Esta tranquilidad es un gran tesoro. Es encontrada en la meditación transcendental y puede explicar porqué a veces se cura el abuso de drogas: el nuevo gozo hace que la experiencia de la droga parezca trivial.
Al mismo tiempo creo que la técnica de entrada en niveles más profundos de consciencia no sanará por sí sola la mente. Esta sanación nunca será completa sin la presencia de dos factores que son extraños al proceso de la meditación.
El primero de ellos es el amor. Es obvio decir que la gente necesita ser amada y que es frecuente la enfermedad por carencia de amor. Esto es particularmente cierto para los niños, los que bien pueden morir si no son amados. El amor es el gran sanador; y la terapia por la meditación no será completa sin el amor del consejero, o amigo, o familia, o comunidad.
El segundo factor es el significado. Jung, Viktor Frankl y otros enfatizan que la cura no será completa a no ser que el hombre encuentre una motivación y una razón para vivir. La meditación por sí sola no provee de motivación. Esta debe venir de otra parte.
En otras palabras , aún en el plano psicológico, una mera técnica de meditación – ya sea la recitación de un mantra, o contar la respiración, o la adopción de una postura determinada – nunca podrá realizar una cura total. Puede dar un alivio temporal; pero el más profundo ser del hombre clama por más.
La mención del amor y del significado me llevan a la religión. Como ya he dicho, la meditación religiosa no pretende ser terapéutica. Pero puede tener esas consecuencias; y su patrón psicológico es similar al ya bosquejado de la terapia a t
ravés de la meditación. Como lo veremos en la contemplación cristiana.
Ella es la respuesta a un llamado y a una visión. Uno no puede embarcarse en el viaje hasta que no haya oído la voz. Hay un despertar inicial. Uno se detiene en su caminar, atónito al darse cuenta de que es amado. Empieza con la creencia, la convicción, la experiencia del amor de Dios por mí. Nunca comienza con grandes esfuerzos de mi parte; no se manifiesta a través de una activa energía, no se inicia con mi violento pregonar un poderoso amor hacia Dios y hacia el hombre. Esta poderosa experiencia de amor ha sido comparada con el llamado del buen pastor invitándonos a entrar al redil.
Este llamado es creativo. Crea una respuesta, un movimiento interior, un impulso de amor que necesariamente se expresa en un estado alterado de consciencia. Tan profundo es el llamado y tan íntima mi respuesta que un nuevo nivel de percepción se hace accesible y así entro en un espacio diferente. La contemplación cristiana es la experiencia de ser amado y de amar en el nivel más profundo de la vida psíquica y espiritual.
Este amor no está dirigido a algún mundo imaginario de escape más allá de los sentidos. Más bien va hacia la gran realidad del Cristo Cósmico, que me ama y a quien yo amo. Este es el Cristo que está ante nuestros reales ojos, oídos y corazones, y cuya gloria está a nuestro alrededor porque él es: “las montañas, los solitarios valles boscosos, las islas exóticas… la música silenciosa”, y la gente que encuentro todos los días.
La relación de amor así iniciada dura hasta la muerte y más allá. Avanza más y más. A veces es violenta y angustiosa como la lucha de Jacob y el Angel; otras veces es un reposo apacible en los brazos del bienamado. Uno entra en nuevas mansiones, se abren nuevas áreas de vida psíquica.
Examinando el desarrollo de esta relación de amor, uno nota de inmediato la similitud psicológica con la terapia a través de la meditación ya descrita.
Primero que nada, existe la entrada en un nivel más profundo de percepción bajo la gentil guía del Espíritu. Cuando esto sucede, la mente es expandida, el inconsciente se abre – tal como en la terapia – y tanto los fantasmas y duendes como los santos y ángeles, pueden emerger de él. La memoria es estimulada. El pasado se ilumina. El estrepitoso Niño y el refunfuñante Padre comienzan a elevar sus voces con excitación y clamor. El gozo y la tristeza, el amor y el odio pueden surgir. El meditador está atento a todo. Pero lo deja ser. No pone atención a nada particular. Se niega a dejarse arrastrar a un análisis de todo ese alboroto. No dialogará con ellos porque en lo más profundo del centro de su ser, combatiendo la nube de la ignorancia con el dardo del amor, está absorbiendo una exquisita y supraconceptual sabiduría. Es este amor lo único que le importa. Los fantasmas del inconsciente pueden gritarse entre ellos hasta morir por exceso de luz o por abandono. Las heridas del pasado, expuestas al poder sanador del Espíritu, pueden ser bellamente transfiguradas: “porque el amor de Dios ha sido vertido en nuestros corazones a través del Espíritu Santo que nos ha sido dado”. (Romanos 5:5).
Sin negar la existencia del demonio, los efectos de su maligna influencia destructora de la que hablan las Escrituras pueden ser igualmente aplicados a las pataletas del Niño neurótico y a las reprobaciones del dominante Padre, cuyas voces desde el pasado pueden estar trabajando para destruir nuestra casa y arruinar nuestro verdadero amor. Es precisamente permitiéndoles montar en cólera, reconociéndolos compasivamente, pero no poniéndoles atención, que su poder es disminuido y la cura es efectuada.
¡ Y cuán estable y enraízado está el meditador ! Los esquizofrénicos y los drogadictos pueden acceder a similares niveles de percepción; pero en el subsiguiente alboroto su Adulto es frecuentemente expulsado de la montura, mientras el neurótico Niño toma las riendas. Pero el místico es menos fácilmente desalojado. El es guiado por el amor. “Nada sino el amor para ser mi guía”, escribe San Juan de la Cruz.
Así su gran estabilidad continúa afirmándolo desde el conocimiento de que es amado. Es a esta fe a la que silenciosamente el Adulto se apega cuando el Niño desconforme y el Padre tirano están vociferando su negatividad. Esto es lo que hace que la meditación religiosa sea terapéutica. Además – y esto es importante – la fe que constituye la verdadera médula de la meditación cristiana no es una fe de que soy amado porque soy bueno, santo y sin pecado; es la creencia de que soy profundamente amado a pesar de mi iniquidad. Y esta es la fe a la que adhiere el meditador en su viaje a las profundas cavernas del inconsciente. Si él pierde esto, lo pierde todo. En primer lugar, su fe no es primariamentre una creencia de que Dios existe sino de que Dios nos ama, y es este amor el que lo sostiene.
Mi idea es que esta convicción religiosa de ser amado es terapéutica en sus consecuencias, idea también compartida por Thomas Harris en su exitoso libro sobre análisis transaccional. Allí él llega al asunto crucial de este trabajo: ¿Cómo puedo llegar a la convicción de que estoy bien? Y responde: “Esa seguridad proviene del darme cuenta que soy amado, y ésto – en última instancia – es una experiencia religiosa”. Es una experiencia de gracia que, para Paul Tillich, significa que soy amado incondicionalmente.
Pero no sólo la experiencia de ser amado es terapéutica. La misma respuesta al amor es también terapéutica. Esta correspondencia de amor no es dirigida hacia alguna abstracción, sino hacia el Cristo viviente, que está en nuestros amigos y enemigos, en el pobre, en el enfermo y en el afligido. Y la experiencia de amarlo en sí mismo y en otros, no menos que la experiencia de ser amado, es terapéutica en sus consecuencias. Ella purifica a la persona completa: mente, memoria e inconsciente. Cuando uno comienza a amar profundamente en un nuevo nivel de percepción – como puede suceder en la intimidad de un hombre y una mujer – ciertas fuerzas latentes o reprimidas puede ser que se eleven hasta la superficie de la mente: aversión, celos, miedo, inseguridad, ira, suspicacia, ansiedad, erotismo desenfrenado y todo lo demás que aparece desde las lóbregas profundidades del inconsciente. Y todo esto, como es sabido, puede coexistir con el verdadero amor. Esta violencia desatada en las relaciones humanas, puede ser también desatada en lo divino; los dos no son tan distintos, y el amor divino está encarnado. Uno es liberado sólo por continuar amando. Con profunda paz, uno llega a deshacerse de estas turbulentas sublevaciones; y así ellas se marchitan y mueren, quedando sólo el amor. Al final es por el amor, por ir más allá de todas las categorías hasta el más profundo centro, que uno es liberado de los celos, odios y todo lo demás. Pero esta es una dolorosa purificación en la que todo lo negativo en nosotros lucha por no morir.
Esto es particularmente evidente en esa forma de amor que llamamos “perdonar”. La mayoría de los psicólogos estarán de acuerdo en que uno de los traumas más dañinos que pueden existir en la memoria es la ira reprimida y la negación del perdón. Debido a antiguas heridas, la gente se niega a aceptar a los otros, o a sí misma, y termina en un trastorno emocional. A menudo la raíz del problema es una negativa inconsciente a amar y perdonar a cualquier otro, porque siempre estamos proyectando imágenes parentales en toda la gente que encontramos. Uno puede conseguir perdonar en la mente consciente, pero la mente inconsciente se queda rezagada, haciendo a nuestro amor mucho menos humano.
Pero a través de la meditación se hace accesible un profundo nivel de percepción. El amor y la fe, si sólo ellos están presentes, pueden ahora escurrirse dentro de las cavernas más profundas de la consciencia y dentro de las capas más sutiles de la mente, capacitándonos para amar y perdonar con una totalidad hasta ahora inconcebible. En el profundo cent
ro ahora alcanzado, uno puede pasar por sobre las proyecciones parentales, los miedos infantiles, y otras obstrucciones, para encontrar a la persona del otro. Cuando se hace ésto y uno perdona desde el centro de su ser, tiene lugar una iluminación en un instante de reconciliación total con el universo. Caen las barreras, nadie ni nada es rechazado, todo es uno. En el acto del perdón uno se da cuenta de que es perdonado, uno pierde la aversión a sí mismo – que es la fuente de toda otra aversión – y uno es sanado en un acto de amor.
De todo esto se desprende que el principal elemento en la sanación no es el proceso psicológico y la entrada en estados internos de consciencia. Si fuera así, las drogas por sí solas podrían sanar. Lo que es realmente terapéutico es la fe y el amor que penetran estos estados internos más profundos. Lo terapéutico es la experiencia de amar y ser amado.
Finalmente, es importante recordar lo que significa la sanación. No es la restauración de cierta normalidad estereotipada o adaptabilidad social. No se trata de que el pasado sea obliterado. No es que las heridas sean parchadas y la carne magullada sea restablecida a su anterior estado de salud. Tampoco la sanación convertirá necesariamente al homosexual en heterosexual; no le dará al alcohólico afición a las bebidas gaseosas. La sanación es mucho más creativa que eso.
La meditación puede remover los efectos mutilantes de las llagas dolorosas, y puede hacer bello lo que hasta entonces era feo. Puede dar a la personalidad una profundidad de amor y de percepción interior que haga que los fantasmas ya no nos espanten ni las sirenas nos continúen seduciendo.
Y es entonces que llega la liberación del verdadero ser. Cuando el Padre dominante y el Niño neurótico han perecido por agotamiento o indiferencia, emerge el Niño natural, nutrido por este gran amor, que surge desde las profundidades de l propio ser. Este Niño, a diferencia del neurótico, es inocente, maravillado, religioso, artístico, la fuente de la creatividad. Este es el Niño contemplativo protagonista del samadhi, el éxtasis y la oración de quietud. Ahora él comienza a amar, cantar, bailar y generar belleza. Y en ese momento de despertar es que somos sanados.