El camino campestre

 Del portal del jardín se extiende hacia el Ehnried. Los añosos tilos
del jardín del castillo por encima del muro le ven alejarse, tanto en
Pascua, cuando relucen los brotes del sembrado y despiertan los
prados, cuanto en Navidad, mientras bajo la nevisca desaparece tras
del cerro más próximo. A la altura de la Cruz-cubierta gira hacia el
bosque. Al pasar por los lindes, saluda a un viejo roble cabe el cual
hay un banco de madera desbastada.

Encima del banco de vez en cuando se encontraba algún que otro escrito
de los grandes pensadores que una joven torpeza intentaba descifrar.
Cuando los enigmas se agolpaban y no se veía salida, ahí estaba
siempre el camino campestre. Silencioso dirige el paso por la senda
serpenteante a través del vasto y árido campo.

Una y otra vez el pensamiento retorna siempre a los mismos escritos, o
a veces a tentativas más propias, en el sendero que por entre los
cultivos traza el camino. Éste permanece tan próximo al andar del
pensador como del paso del campesino que de amanecida anda a la siega.

A menudo y con los años el roble del camino desvía los recuerdos hacia
los juegos infantiles y a las primeras decisiones. Cuando a veces un
roble, en la espesura del bosque, caía a hachazos, el padre,
enseguida, rastreaba el bosque y los claros soleados en busca del
trozo adecuado para su taller. Allí se entretenía pausadamente durante
los descansos de su servicio en la torre del reloj y en las campanas
que, una y otras, mantenían su propia relación con el tiempo y lo
temporal.

Con la corteza del roble, los muchachos construían sus barquichuelos
que, dotados de un banco de remeros y de un timón, flotaban en el
estanque de Metten o en la fuente de la escuela. Los viajes por el
mundo de aquellos juegos todavía alcanzaban sencillamente su destino y
siempre lograban regresar a la orilla. Lo ilusionante de estos viajes
permanecía oculto en el entonces apenas visible resplandor que
reposaba sobre todas las cosas. Ojo y mano maternas delimitaban su
reino. Como si su preocupación no contada protegiese a todas las
criaturas. Aquellos viajes de juego desconocían todavía los paseos que
dejan atrás toda orilla. Mientras tanto la resistencia y el olor de
madera de roble empezaron a hablar más claramente de la lentitud y de
la constancia con que el árbol crece. El propio roble decía que sólo
en un crecimiento tal se fundamenta cuanto perdura y da frutos; pues
crecer es abrirse al amplio cielo y al mismo tiempo enraizarse en la
oscuridad de la tierra; que todo cuanto es genuino sólo prospera si el
hombre es a la vez ambas cosas: dispuesto a la exigencias del cielo
altísimo y amparado en el seno de la tierra nutricia.

Todavía el roble sigue diciéndoselo al camino campestre que,
convencido de su senda, pasa a su lado. El camino congrega todo cuanto
a su alrededor existe y a quien por él transita le anuncia que aquello
es suyo. Los mismos campos y la ladera de los prados acompañan al
camino a cada estación del año con una proximidad siempre diferente.
Sea que, por encima del bosque, los Alpes se hundan en el atardecer,
sea que de buena mañana en el estío la alondra emprenda el vuelo, allí
donde el camino campestre supera la falda del cerro, sea que el viento
del este llega rugiendo desde las tierras donde se halla el pueblo
natal de la madre, sea que al anochecer un leñador arrastra su hatillo
de leña al hogar, sea que la segadora contorneándose regrese a casa
por el camino campestre, sea que los niños hagan ramos a la vera del
prado con las primeras flores de primavera, sea que la niebla avance
durante días por los campos, cubriéndoles con sus sombras y su
obscuridad, siempre y por todas partes envuelve al camino campestre el
aliento de lo mismo.

Lo sencillo encierra el enigma de cuanto permanece y es grande. Entra
de improviso en el hombre y precisa de una larga maduración. En lo
imperceptible de cuanto es siempre lo mismo se oculta su bendición. La
grandeza de todo cuanto ha crecido y habita los alrededores del
camino, dispensa mundo. Sólo en lo no-dicho de su lenguaje, tal cual
dice el maestro, de lecturas y de vida, Eckhart, es Dios
verdaderamente Dios.

Pero el aliento del camino campestre sólo habla en tanto que existan
hombres que, nacidos en su aire, puedan oírle. Se hallan vinculados a
su origen pero no siervos de sus asechanzas. El hombre inútilmente
planifica e intenta imponer un orden a la tierra, cuando no se somete
al aliento del camino campestre. Amenaza el peligro de que los hombres
de hogaño permanezcan sordos a su lenguaje. A sus oídos sólo alcanza
el ruido de las máquinas que ellos casi toman por la voz de Dios. Así
el hombre se confunde y pierde su camino. A los confusos, la sencillez
les parece monótona, y lo monótono les hastía. Los amargados
encuentran sólo lo indistinto. Lo sencillo se ha evadido. Su callada
fuerza se ha agotado.

Por cierto que disminuye el número de quienes reconocen lo sencillo
como un bien propio, consquistado. Pero en todas partes serán esos
pocos quienes permanecerán. Un día, gracias al poder tranquilo del
camino campestre, perdurarán más allá de las fuerzas titánicas de la
energía atómica que fue urdida por el cálculo humano y convertida en
yugo de su propio obrar.

El aliento del camino campestre despierta un sentido que ama lo libre
y que, en el lugar propicio, todavía logra salvar la aflicción hacia
una última serenidad. Se revela contra la simpleza del puro trabajar
que, ejercido por sí solo, fomenta únicamente lo vano.

En el aire del camino campestre, que muda según las estaciones, madura
la sabia serenidad con un mohín que parece melancólico a menudo. Ese
saber sereno es la “ironía compasiva” [ist das “Kuinzige”]. Quien no
la tiene no la obtiene. Quienes la tienen, del camino campestre la
obtuvieron. En su senda se encuentran la tempestad invernal y el día
de la siega, coinciden lo vivaz y lo excitante de la primavera con lo
reposado y adormecido del otoño, se hallan frente a frente el juego de
la juventud y la sabiduría de la vejez. Pero todo a una rebosa
serenidad, una serenidad cuyo eco lleva calladamente de aquí para allá
el camino campestre.

La sabia serenidad es un portal de lo eterno. Su puerta se abre sobre
los goznes antaño forjados por un hábil herrero con los interrogantes
de la presencia en el mundo.

Desde el Ehnried el camino regresa al portal del jardín del castillo.
Por sobre de la última colina con su angosta cima conduce, por una
quebrada, a la muralla de la ciudad. A la luz de las estrellas su
brillo es tenue. Tras del castillo se alza el campanario de la iglesia
de San Martín. Lentamente y como si dudasen, se pierden en la noche
las once campanadas. La vieja campana, en cuyas cuerdas más de un
muchacho se destrozó las manos, vibra bajo los martillazos de las
horas de las horas cuyo aspecto medio sombrío y medio grotesco nadie
olvida.

Con el último toque el silencio se hace más callado. Su poder llega
hasta aquellos que antes de tiempo fueron sacrificados por dos guerras
mundiales. Lo sencillo se ha vuelto todavía más sencillo. Lo que es
siempre lo mismo alejaa y libera. Ahora el aliento del camino
campestre es muy nítido. ¿Habla el alma? ¿Habla el mundo? ¿Habla Dios?

Todo habla de la renuncia en la identidad [in das Selbe]. La renuncia
no quita. La renuncia da. Da la inag

otable fuerza de lo sencillo. El
aliento hace morar en un largo origen.

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