La imaginación espiritual

 

Llegamos aquí a un punto decisivo para el que nos ha preparado el apartado anterior: el órgano mediante el cual se lleva a cabo la penetración en el mundus imaginalis, la migración hasta el “octavo clima”. ¿Cuál es ese órgano por el que se realiza la citada travesía, que es un retorno ab extra ad intra (del exterior hacia el interior), es decir, una inversión (la intus-suscepción) topográfica? Ese órgano no es ninguno de los sentidos o facultades del organismo físico, ni tampoco el intelecto puro, sino esa potencia intermedia cuya función nos muestra su carácter esencialmente medidador: la Imaginación activa. Así pues, entendámonos bien cuando hablamos de ésta. Se trata de un órgano que permite la transmutación de los estados espirituales interiores en estados exteriores, en visiones-acontecimientos que simbolizan con dichos estados interiores. Todo progreso en el espacio espiritual se realiza merced a esa transmutación o, más bien, es esa misma transmutación lo que espacializa el espacio, lo que hace que haya espacio, proximidades, distancias y lejanías.

Un primer postulado es que esta imaginación es una facultad espiritual pura, independiente del organismo físico, y en consecuencia capaz de subsistir tras la desaparición de éste. Sadrâ ShirâzÎ, entre otros, se ha expresado sobre este punto, en varias ocasiones, con un vigor particular . Lo mismo -nos dice este autor- que en cuanto a su potencia intelectiva, que recibe los inteligibles en acto, el alma es independiente del cuerpo físico material, así también en cuanto a su potencia y sus operaciones imaginativas, el alma es igualmente independiente. De este modo, cuando se separa de este mundo, puesto que continúa teniendo a su servicio a la Imaginación activa, puede percibir por sí misma, por su propia esencia y por esa facultad, cosas concretas cuya existencia, tal como es actualizada en su conocimiento y en su imaginación, constituye eo ipso la forma misma de existencia concreta de esas cosas (dicho de otro modo: la conciencia y su objeto son aquí ontológicamente inseparables). Entonces todas sus potencias están reunidas y concentradas en una facultad única que es la Imaginación activa. Y al haber dejado de dispersarse en los diferentes umbrales que son los cinco sentidos del cuerpo físico, y no estar ya solicitada por ese cuerpo físico pendiente de las vicisitudes del mundo exterior, la percepción imaginativa puede por fin mostrar su superioridad esencial sobre la percepción sensible.

“Todas las facultades del alma -escribe Sadrâ Shîrâzî- se convierten entonces en una facultad única, que es la capacidad de configurar y tipificar (taswîr y tamthîl); la imaginación ha pasado a ser algo así como una percepción sensible de lo suprasensible: la propia visión imaginativa es como la visión sensible. Lo mismo ocurre con el oído, el olfato, el gusto, el tacto: todos estos sentidos imaginativos son entonces semejantes a las facultades sensibles, pero ordenados a lo suprasensible. Pues si exteriormente las facultades sensibles son cinco, teniendo cada una su órgano localizado en el cuerpo, de hecho, interiormente, todas constituyen una única synaisthêsis (hiss moshtarik)”. Siendo así la Imaginación como el currus subtilis (en griego okhêma, carro o cuerpo sutil) del alma, es toda una psicología del “cuerpo sutil”, y por tanto del “cuerpo de resurrección”, lo que Sadrâ ShirâzÎ expone en estos contextos. Y por eso reprochará incluso a Avicena haber identificado estos actos de percepción imaginativa del ultramundo con lo que sucede en esta vida durante el sueño, pues aquí, durante el sueño, la potencia imaginativa es turbada por las operaciones orgánicas que se realizan en el cuerpo físico. Dista mucho pues de gozar de su máximo de perfección y actividad, de libertad y pureza. De lo contrario, el sueño sería simplemente un despertar al ultramundo. Ahora bien, no es así como se nos muestra en la sentencia atribuida ora al Profeta, ora al I Imam de los shiítas: “Los humanos duermen; cuando mueren, despiertan”.

Un segundo postulado cuya evidencia se impone desde ese momento es que esta imaginación espiritual es una potencia cognitiva, un verdadero órgano de conocimiento. La percepción imaginativa y la conciencia iniaginativa tienen su función y su valor noético (cognitivo) propios, en relación al mundo que les es propio, ese mundo que es, como hemos dicho, el ‘âlam al-mithâl, mundus iniaginalis, el mundo de las ciudades místicas como Hûrqalyâ, donde el tiempo se hace reversible y donde el espacio es función del deseo, pues no es sino el aspecto exterior de un estado interior.

La imaginación se encuentra así sólidamente situada y fijada entre otras dos funciones cognitivas: su propio mundo simboliza con los mundos a los que corresponden respectivamente las otras dos funciones (conocimiento sensible y conocimiento intelectivo). Hay pues como un control que preserva a la imaginación de las divagaciones y los desenfrenos, y que le permite asumir con pleno derecho su función: hacer cumplir, por ejemplo, los acontecimientos que narran los relatos visionarios de Sohravardî y todos los de índole semejante, pues toda aproximación al octavo clima se hace por la vía imaginativa. De ahí, puede decirse, la extraordinaria gravedad, por ejemplo, de la epopeya mística en lengua persa (de ‘Attâr a Jâmî y a Nûr ‘Alî-Shâh), que va amplificando continuamente en nuevos símbolos los mismos arquetipos. Para que la Imaginación divague y se desenfrene, para que deje de cumplir su función, que es percibir o secretar símbolos que conducen al sentido interior, es preciso que haya desaparecido el mundus imaginalis, es decir, el dominio propio del malakût, el mundo del Alma. Quizás haya que situar el comienzo de esa decadencia, en occidente, en el momento en que el averroísmo rechazó la cosmología aviceniana con su jerarquía angélica intermedia de Animae o Angeli caelestes. Estos Angeli caelestes (jerarquía por debajo de la de los Angeli intellectuales) tenían en efecto el privilegio de la potencia imaginativa en estado puro. Una vez desaparecido el universo de estas almas, es la función imaginativa como tal la que se encuentra descentrada y desvalorizada. Se comprende así la advertencia que mas tarde formularía Paracelso, poniendo en guardia contra toda confusión de la Imaginatio vera, como la llamaban los alquimistas, con la fantasía, “la piedra angular de los locos” .

Y ésta es la razón por la que no podemos ya evitar el problema de la terminología. ¿Cómo es posible que no tengamos en francés un término perfectamente satisfactorio para expresar la idea del ‘âlam al-mithâl? He propuesto la expresión latina mundus imaginalis porque es necesario evitar toda confusión entre lo que es aquí objeto de la percepción imaginativa o imaginante y lo que llamamos corrientemente lo imaginado. Y es necesario porque lo corriente es oponer lo real a lo imaginario en tanto que irreal o utópico, como lo es también el confundir el símbolo con la alegoría y la exégesis del sentido espiritual con la interpretación alegórica. Ahora bien, toda interpretación alegórica es inofensiva; la alegoría es un revestimiento, o más bien un travestimiento de algo que es ya conocido o cognoscible de otra forma, mientras que la aparición de una imagen que tiene virtud de símbolo es un fenómeno-primario (Urphaenomen), incondicional e irreductible, la apar

ición de algo que no puede manifestarse de otro modo en el mundo en que nos encontramos.

Ni los relatos de Sohravardî, ni los relatos que en la tradición shiíta nos relatan la llegada al “país del Imam oculto”, son algo imaginario, irreal ni alegórico, precisamente porque el octavo clima o el “país del No-dónde” no es lo que llamamos vulgarmente una utopía. Es un mundo que, ciertamente, queda más allá del control empírico de nuestras ciencias. Si así no fuera, cualquiera podría encontrar el acceso a él y la prueba. Es un mundo suprasensible, en tanto que no es perceptible más que por la percepción imaginativa, y que los acontecimientos no pueden ser vividos más que por la conciencia imaginativa o imaginante. Entendámonos bien, no se trata simplemente de lo que en el lenguaje corriente de nuestros días se llama una imaginación, sino de una visión que es Imaginatio vera a la que debemos reconocer un valor noético o cognitivo pleno. Si ya sólo somos capaces de hablar de la imaginación como de la “loca de la casa”, si sólo como tal nos servimos de ella y la toleramos, es quizá porque hemos olvidado las normas y las reglas, la disciplina y la “ordenación axial” que garantizan la función cognidva de la potencia imaginativa (esa función que he designado como imaginadora).

Pues el mundo en el que han penetrado nuestros testigos -nos referiremos para terminar, a dos o tres- es un mundo perfectamente real, más evidente incluso y más coherente, en su realidad propia, que el mundo real empírico percibido por los sentidos. Sus testigos han tenido después perfecta conciencia de haber estado “en otra parte”; no son esquizofrénicos. Se trata de un mundo oculto en el acto mismo de la percepción sensible, y que debemos encontrar bajo la aparente certidumbre objetiva de ésta. Por eso no podemos calificarlo de imaginario, en el sentido corriente en que se entiende esta palabra cuando se utiliza para designar lo irreal, lo inexistente. Lo mismo que la palabra latina origo nos ha dado los derivados “originario”, “original”, creo que la palabra imago puede damos, al lado de imaginario, y por derivación regular, el término imaginal. Tendremos así el mundo imaginal mediador entre el mundo sensible y el inteligible. Cuando encontremos el término árabe jism mothâlî para designar el “cuerpo sutil” que penetra en el “octavo clima”, o bien el “cuerpo de resurrección”, podremos traducirlo literalmente por cuerpo imaginal, pero no, ciertamente, por cuerpo imaginario. Quizás así tendremos menos dificultad en determinar la categoría de las figuras que no son ni “mito” ni “historia”, y quizá tengamos entonces algo así como la palabra de paso en el camino hacia el “continente perdido”.

Y para avanzar por este camino, deberíamos preguntarnos cuál es nuestra idea de lo real, fuera de la cual no encontramos más que lo imaginario y lo utópico. ¿Qué es entonces lo real para nuestros pensadores orientales tradicionales, que puedan acceder al “octavo clima”, a Nâ-kojâ-Âbâd, saliendo del lugar sensible sin salir de lo real, o más bien accediendo precisamente a lo real? Esto supone una escala del ser con más grados que la nuestra. Pues no nos engañemos. No basta con aceptar que nuestros precursores, en occidente, tuvieron una concepción demasiado racionalista e intelectualista de la Imaginación. Si no disponemos de una cosmología cuyo esquema pueda contener, como la de los filósofos tradicionales, una pluralidad de universos en orden ascendente, nuestra imaginación quedará descentrada, sus conjunciones recurrentes con la voluntad de poder serán una fuente inagotable de espantos. Se estará a la búsqueda de una nueva disciplina de la Imaginación y no se conseguirá encontrarla, en tanto se persista en no ver en ella más que cierta manera de tomar distancias respecto a lo que se llama lo real, con vistas a ejercer una acción sobre ello. Ahora bien, esta realidad se nos muestra arbitrariamente limitada desde el momento en que la comparamos a la idea de lo real que nos permiten entrever nuestros teósofos tradicionales, y esta limitación degrada su propia realidad. De este modo, es siempre la palabra ensoñación la que se presenta como justificación: ensoñación literaria, por ejemplo, o preferentemente, según el gusto y la moda del momento, ensoñación social.

Pero uno no puede dejar de preguntarse si no era necesario que el mundus imaginalis, en su sentido propio, se perdiera no dejando lugar más que a lo imaginario, si no hacía falta algo como una secularización de lo imaginal en lo imaginario, para que triunfaran lo fantástico, lo horrible, lo monstruoso, lo macabro, lo miserable, lo absurdo. Por el contrario, el arte y las imaginaciones de la cultura islámica en su forma tradicional se caracterizan por lo hierático, la seriedad, la gravedad, la estilización, el significado. Ni nuestras utopias, ni nuestra ciencia-ficción, ni el siniestro “punto omega“, nada de todo eso llega a salir de este mundo, ni alcanza el Nâ-kojâ-Âbâd. Por el contrario, aquellos que han conocido el “octavo clima” no han fabricado utopías, del mismo modo que el más elevado pensamiento del shiísmo no es una ensoñación social y política, sino una escatología, pues es una espera que, como tal, es Presencia de aquí en adelante real a otro mundo y testimonio de ese mundo distinto.

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