Sobre Gabriel Marcel

 Recuperación de la Spiritalis intelligentia: introducción a Gabriel Marcel (vol. II)

Cumplida esta primera parte de la tarea, se impone ahora profundizar algo en las que parecen ser las claves de una trayectoria que se comprende mejor al proyectarse una cierta luz sobre sus ejes.

A fin de no perder lo esencial de aquella Introducción, reténgase de ella lo siguiente: 1) Que la filosofía de Marcel, negándose el filósofo a reducirla a los datos de la experiencia, se nutre de su condición de dramaturgo y músico, además de la de pensador. 2) Que no le pareció satisfactorio el análisis idealista de la realidad, sobre todo porque la vaciaba de su carácter dramático. 3) Que este ‘carácter dramático’ aparecía en el mundo contemporáneo ofreciendo el espectáculo de un desorbitado progreso técnico por obra del cual se comprendía al hombre con una serie de funciones. 4) Que esta exageración de lo funcional traía consigo una sensación de vacío desesperante, como si al Ser se le desterrara de la vida.

Quizás sea importante no olvidar desde este momento que el Ser, para un filósofo tradicional, empieza siendo el objeto de la inteligencia o «la totalidad de las cosas en tanto que son». Marcel no niega esto, pero tampoco lo afirma porque esta definición parte del supuesto de que la esencia de lo humano es la inteligencia, mientras que para Marcel lo que se afirma en primer lugar es el sentir. ‘Yo siento’ ocupa un primer término antes que ‘yo pienso’.
Pues bien: lo que se siente ante el hombre contemporáneo desprovisto del sentido ontológico es que se ve a sí mismo como un haz de funciones; y, para colmo de confusión, estas funciones no están jerarquizadas o, en todo caso, están ‘sujetas a las más variadas interpretaciones’.
Tristeza asfixiante es lo que inspira una situación así. Al mundo se lo percibe como vacío, tal vez porque no se admite su dimensión de misterio. El amor, la muerte, el conocimiento, la amistad, la belleza y el sentido de la belleza, son realidades misteriosas que se reducen entonces a verificaciones pobres, obra de un ‘racionalismo degradado’ en que la causa agota ‘la explicación del efecto’.
En un mundo así se ‘atrofian las potencias del asombro’ y, al extenderse tamaño telón de tiniebla, al menos en ciertos espíritus despierta entonces violentamente la exigencia ontológica. El Ser empieza por hacerse sentir, al menos en la configuración de su ausencia, sin que se lo perciba con toda claridad.
Marcel encuentra que la mejor manera de poner en palabras esa presencia es la siguiente: «Es necesario que haya – o sería necesario que hubiera – Ser; que no todo se reduzca a un juego de apariencias sucesivas e inconsistentes o – como diría Shakespeare – a una historia contada por un idiota; en este Ser, en esta realidad yo aspiro ávidamente a participar de alguna manera; y quizás esta misma exigencia sea ya, en cierto grado, una participación por rudimentaria que parezca».
Intenta una definición aproximada del Ser: «El Ser es aquello que se resiste, o sería aquello que se resistiría a un análisis exhaustivo sobre los datos de la experiencia y que tratara de reducirlos progresivamente a elementos cada vez más desprovistos de valor intrínseco o significativo (un análisis de este tipo es el que se lleva a cabo en las obras teóricas de Freud, por ejemplo)».
Marcel da entonces un paso más y busca un posible punto de partida para conocer a ese Ser cuya aparición ha tenido lugar de manera tan infrecuente en el horizonte filosófico; y a la vez intenta saber también cuál será el camino para llegar a él.

Primacía del sentir

Ya sabemos que ha colocado el hecho de sentir en el primer escalón del conocimiento: la experiencia inicial del hombre consiste en sentir antes que en pensar. El idealismo y el realismo de la tradición no admiten esto al considerar que el sentir no es propiamente inteligible (los idealistas); y al maquillar lo sentido de apariencia igualmente inteligible (los realistas). Tanto los unos como los otros despojan a los hechos de su horror o de su absurdo, rehúsan el enfrentamiento con la realidad en su pura desnudez y acaban presentando el universo como el mejor de los mundos posibles.

La inmediatez del sentir

Marcel parte del sentir, pero no se conforma con reconocer la sensación. Ésta es local y especializada. Cuando toco la superficie de una mesa de madera tengo la sensación de madera: su dureza, su lisura, su frialdad, etc. Recibo un mensaje y lo interpreto diciendo que toco una mesa de madera.
Pero, al realizar esta operación tan sencilla en la que ha intervenido la memoria de la dureza y la de la madera, olvido probablemente otra experiencia que he tenido antes de esas dos mencionadas: la muy sencilla del ‘sentir en su inmediatez’. En ésta fija Marcel su atención para centrar su búsqueda del Ser trazando a la vez el camino hacia él. No está de más añadir ahora que nuestro filósofo ve al hombre como criatura itinerante cuya tragedia consiste en la oscuridad de su origen y de su fin, así como en el hecho de ser corpórea su naturaleza.

El drama del cuerpo

Tal realidad consiste ante todo en un misterio. El hombre no puede afirmar: «tengo un cuerpo», ni tampoco: «soy un cuerpo».
La primera afirmación no es posible porque significaría que mi cuerpo es una cosa que yo poseo; pero no se tiene un cuerpo como se tiene un coche o un libro o una casa. Mi cuerpo envuelve mi realidad de tal manera que sí podría decir: «soy corpóreo». Ejerzo sobre él un cierto dominio, puedo introducir en su estructura algunas modificaciones, se me ha otorgado el poder matarlo, enflaquecerlo, engordarlo y tal vez embellecerlo o afearlo. Pero su aspecto de conjunto, en estatura y otros caracteres suyos escapan en su cambio a una transformación realizada a tenor de mi voluntad.
Mi cuerpo es una fuente de dicha y también de ansiedad. El paladar, el tacto, el espectáculo que ofrece la mirada, el regalo del oído en la música y la conversación producen un verdadero estado de complacencia, pero el calor y el frío pueden torturarlo, el riesgo perenne de las enfermedades lo aterroriza y el tiempo conspira día por día, al cumplir el organismo más años de vida, a los efectos de su desintegración. También parece existir una misteriosa conexión entre ciertos placeres y algunos dolores que se diría le corresponden. El cuerpo no es una cosa que se tiene desde el momento en que forma parte del hombre y es, en consecuencia, un requisito de su existencia.
Pero tampoco se puede asegurar que el hombre es su cuerpo desde el momento en que aquél puede ejercer sobre éste una serie de acciones que, de cierta manera, van en aumento a medida que la civilización avanza.
Y si no es una cosa que figura en el capítulo de mis posesiones ni tampoco es algo con lo que puede identificarse proclamando que soy uno con él, ¿qué es entonces?

Misterio y problema
Marcel responde introduciendo en su filosofía dos conceptos que no significan en ella lo mismo que en la vida cotidiana: el de ‘misterio’ y el de ‘problema’; cercanos por correspondencia a los de ‘ser’ y ‘tener’.
Recuérdese lo que se dijo más arriba a propósito de la atrofia de las ‘potencias del asombro’. Lo que Marcel llama un ‘racionalismo degradado’ convertido en urgencia social pone ante nuestros ojos el acontecimiento del niño que nace o el del bebé que sonríe o el del joven que fallece como espectáculos naturales cuya realidad depende exclusivamente de una ley rutinaria de la vida. Es una de las conclusiones a las que llega el pensamiento reductivo.
Pero es un tremendo error. Hay que reflexionar con motivo del nacimiento y de la muerte dándoles el tratamiento de ‘misterios’, es decir, de realidades que me sobrepasaron porque no puedo

hallarme ante ellas, sino que estoy en su centro misterioso. El misterio escapa a los datos aportados por la experiencia, es inverificable en el sentido en que Descartes entendería la verificación y por eso contrasta con el ‘problema’. Éste se maneja recurriendo a lo preciso y buscando la perspectiva adecuada para situarse el investigador en el punto en el cual se contempla mejor su conjunto.

La participación

El cuerpo es un misterio que nos descubre nuestra participación en el Ser y nuestra dependencia de tener constituyéndose también en principio cognoscente de una realidad no mutilada, sino de la que es la realidad universal propiamente dicha.
Porque el hombre vive en el tiempo moviéndose ansiosamente entre el placer y el dolor, ‘tiene que tener cosas’ que prolonguen su poder, como lo hace el ascensor eliminando su esfuerzo de subir una escalera o inventando el avión para sustituir su carencia de alas. El tener se asocia necesariamente a la dimensión del tiempo donde el cambio opera en los actos; y la ansiedad, en vista de la pérdida o el deterioro, genera la inquietud y la angustia.

Plenitud

El Ser no se deja definir, pero su presencia se reconoce en la participación. ‘Plenitud’ y ‘participación’ son los términos que nos dan la pista de su estar-ahí, a los que podría añadirse el de ‘eternidad’.
Se puede experimentar un amago de plenitud en el encuentro de los dos seres que se aman, en la oración, en las relaciones de familia, en el contacto con una obra de arte, en la vida del espíritu, en la fe y la esperanza, en la fidelidad creadora, en el recogimiento, en el gozo de la sabiduría.
Por el contrario, ante la muerte de los seres queridos sobre todo, ante la enfermedad, la traición, el desastre de una guerra, el desorden de una comunidad o la dispersión de una vida, lo que se experimenta es una diabólica fascinación de la nada seguida en ocasiones de un encuentro desastroso con ella.

El recogimiento

Entre la plenitud del Ser y el vacío del No-Ser tiene lugar el drama de la existencia. Para discernir el horizonte de lo variable y caduco distinguiéndolo de lo permanente, el hombre puede apelar al recogimiento. Se trata del acto mediante el cual reposa nuestra energía sin adormecerse con el fin de reunir y unificar nuestras fuerzas dispersas. Entonces es cuando aparece nuestra vida como distinta a nuestro ser.
Ésta es una experiencia eminentemente humana que hunde sus raíces en lo sensible del universo para apuntar de inmediato al centro radiante del cual parte la luz sin cuya presencia no respiraríamos.

Intersubjetividad

Comprendemos entonces la clave de la participación: ‘intersubjetividad’. Se participa mediante el diálogo permanente con la dimensión sensible del universo. Esta participación es quizás la más existencial de todas, pues el universo, en tanto que sensible, posee una cierta deficiencia ontológica al hallarse todo él amenazado por la muerte.
Pero la participación no se agota en lo sensible del universo. En un nivel más alto puede el hombre realizarla con los otros seres que encuentra, algunos de los cuales se constituyen para él en ‘presencias’: la comunión es entonces una experiencia del Ser, pues lo transporta a un último nivel de ‘trascendencia’ en que desaparece el dualismo alma-cuerpo y se vislumbra lo eterno.

Reflexión segunda

El método del que Marcel se vale para acceder a la ontología por la vía de lo existencial es lo que él llama la ‘reflexión segunda’.
Para comprenderla bien es necesario considerar que el proceso reflexivo parte de una reflexión primera que puedo calificar de objetiva, y otra reflexión posterior, esto es, de una reflexión sobre la reflexión.
Para ver esto con claridad será útil volver al ejemplo de la mesa de madera con el cual nos familiarizamos antes. La primera reflexión me lleva a reconocer en el objeto que me ha provocado la sensación una determinación de dureza y otra de madera. Estas determinaciones me resultan útiles a los efectos de que yo ponga los medios para realizar un proyecto que he concebido. En los términos de un cierto idealismo trascendental no necesito seguir pensando en el juicio emitido. Pero Marcel nos invita a realizar otro esfuerzo que consiste en el descubrimiento del sentir previo al objeto duro y de madera cuya determinación he descubierto. Este sentir inmediato es el fundamento del anterior sentir útil.
Así es como el filósofo se vale de la luz que irradia esta nueva manera de contemplar la realidad para buscar los caminos del Ser.

La Esperanza

Esta virtud teologal que Marcel no bautiza así a los efectos de trazar rigurosamente las coordenadas de su camino, ya sabemos que se compone de un ingrediente de fe, otro de certeza y otro de inquietud ante la posibilidad de que se frustre la espera. Hay fe porque se cree ante todo la realidad de lo esperado, hay certeza en la medida en que el sujeto de la esperanza se refleja en ella realizando un acto que consiste en afirmación de sí mismo y que es anterior a la otra certeza: la de que lo esperado se hará presente, y Marcel constata la aparición de la esperanza precisamente en el instante en que la desesperación parece invadir a la víctima del mal intolerable. La desesperación se rechaza, pero al mismo tiempo su paradoja se manifiesta en inspirar ese rechazo y a la vez hacerse sentir como fascinación.
El filósofo entiende que la esperanza pone al hombre en conexión con el Ser; ello se debe, ante todo, a que esta cercanía de la desesperación lo hace experimentar su libertad debido a que, al surgir simultánea de la esperanza, puede optar libremente por la una o por la otra.
Marcel distingue la esperanza del optimismo y de la simple espera. El optimismo es locuaz, parlanchín, muy aficionado al discurso. Entiende que ‘las cosas se van a arreglar’ y se confía a ese horizonte color de rosa presentándose así ante el interlocutor con quien polemiza. En la esperanza no hay interlocutor polémico. El optimista discute con alguien y adopta una actitud arrogante. La esperanza no es polémica y se distingue por ser casta, humilde y discreta.
Marcel es el autor de la obra “Un hombre de Dios”. Leída o vista su representación del principio al fin, cuando llega la última escena se nos adentra en el misterio de la esperanza.
Se trata de un pastor protestante que ejerce su ministerio rodeado por su esposa, su hija y su madre. Está contento de sí mismo por el éxito de su misión – es admirado por su feligresía – y por haber pasado con éxito una prueba muy dura: su mujer fue víctima de una pasión adúltera, le confesó su pecado, él la perdonó y, a partir de ese momento, el pastor sintió que recibía luces y gracias del cielo para continuar su obra evangelizadora.
Pero sucede algo que hace trizas este cuadro idílico: el antiguo amante de su mujer hace una nueva aparición. Está muy enfermo y morirá pronto. Quiere ver a su hija. El pastor le concede lo que pide y hasta lo deja solo con su mujer en vista de una gestión a la que debe acudir fuera de la casa.
Su esposa ha vivido hasta ese momento agradeciéndole su perdón y considerándolo un ser superior. Pero al ver de qué manera asume su llegada y la demanda del antiguo amante de ella, reacciona violentamente: ese exceso de nobleza le huele mal. Un ser tan sublime no puede existir en este mundo; su marido no rebosa cristianismo, lo que destila es frialdad.
A partir de este momento la complacencia consigo mismo que gozaba el pastor entra en crisis. Empieza a verse como lo ve su mujer. Su hija le pierde el respeto y el cariño, además de presentarle los rasgos caricaturescos de su misión apostólica. Al final del drama se quedan solos el pastor y la esposa en un estado tristísimo de miseria espiritual.
Y es en ese instante cuando vienen algunos miembros de su feligresía y le dan testimonio humilde, ajeno a cualquier triunfalismo, de algo

bueno que su mujer y él han hecho por ellos.
La esperanza es para Marcel la recuperación de una integridad. No hay esperanza cuando se desea el triunfo en unas oposiciones o la llegada a la ciudad de un amigo. En esas situaciones ‘se espera’ un acontecimiento feliz; pero si se quiere el final de un exilio, el triunfo de una comunidad que propugna una idea buena o la recuperación de la salud en un organismo, entonces hay esperanza porque se trata de una integridad que ha sucumbido a un desorden y que lucha por recuperar su estado anterior. En el ejemplo de la obra teatral reseñada el pastor y su mujer se han desmoralizado, sus vidas han perdido sentido; el hecho de que los feligreses les agradezcan su trabajo en la misión los esperanza a los efectos de recuperar la fe en la obra de difusión evangelizadora a la que se han entregado. Pueden ver la crisis por la que han pasado como una purificación. Si la aprovechan para crear en su labor un ingrediente vivificante, estarán salvados.
La creación, en efecto, es la clave del acceso al Ser. No hay que entenderla estrictamente como innovación. Es renovación permanente, búsqueda incesante y trabajosa de lo que le puede descubrir a la realidad una dimensión luminosa.

Fidelidad

Otro vector en el camino al Ser. A simple vista parece algo fácil de cumplir y todos los espíritus conservadores la han defendido a capa y espada. Pero las cosas no son tan sencillas como parecen. De Marcel se ha dicho que es un pensador burgués y nada más contrario a la verdad. Le tiene horror a la complacencia, a la rutina y al conformismo.
Por eso al tratar de la fidelidad empieza por decirnos que no se trata de salvaguardar algo. Tampoco es la constancia. Cierto que el hombre fiel es constante, pero quien se limite a su constancia es falsamente fiel. La verdadera fidelidad le huye a la rutina y al conformismo, y si ha hecho voto de permanecer ‘junto a…’ necesita renovar cada día su promesa.
Se puede ser fiel a una causa. El mérito consistirá en que su contenido tendrá un carácter suprapersonal. La persona fiel supera su egoísmo, trasciende la clausura de su yo y va más allá. Pero se corre un peligro inmenso: la causa donde la comunión se produce puede fácilmente convertirse en una abstracción y volverse contra los idealistas que la hicieron suya noblemente. Por eso tiene que ser una causa muy concreta, un proyecto preciso que no degenere en lo peor de una ideología.
La fidelidad a uno mismo es otro camino en dirección al Ser. Tampoco es fácil si se fija la atención en el ejemplo de un artista, suponiendo que éste se haya entregado a su trabajo y que decide imitarse a sí mismo repitiendo fórmulas que en el momento de surgir fueron creaciones; no hay duda de que con dicha repetición dará un paso en falso. Esa fidelidad no será tal, sino su transformación en un fabricante. Repetir fórmulas no conduce a otra cosa.
Si no se trata de un artista, sino de un hombre que elige unos principios y los adopta para siempre a fin de que le proporcionen una base sólida para vivir, puede suceder que esos principios lo asfixien y lo alejen de sí mismo hasta convertirlo en un extraño a su verdadero yo.
Marcel acaba planteando el problema: ser fiel a uno mismo es algo difícil de practicar y de discernir. Y añade: «contrariamente a lo que se puede pensar, mi presencia ante mí mismo no es algo dado que se exprese de por sí. Al contrario: es algo que se eclipsa y que siempre hay que reconquistar». El filósofo se pregunta entonces quién es ese yo al cual es tan difícil de permanecer fiel. «Habrá que responder que ese yo es la parcela de creación que hay en mí, el don que me ha sido acordado desde la eternidad de participar en el drama universal y de trabajar en vista de la humanización de la tierra o de volverla más inhabitable».
También es posible la reflexión en torno a la fidelidad al otro y a Dios. Al otro muchas veces lo idealizamos; y si aun así le permanecemos fieles, es más por orgullo que por otra cosa. Pero la verdadera felicidad, añade Marcel, implica siempre la conciencia de lo sagrado y trae consigo el juramento.
La fidelidad a Dios es igualmente susceptible de falsificaciones. El yo se proyecta en una figura Magna, el amor a uno mismo se reviste de una envoltura hipócrita que asume el nombre de Dios. Y así el egoísta duerme tranquilo mientras los que viven a su alrededor padecen las consecuencias de la falsificación (esto se lo puede apuntar el señor irichc). La verdadera fidelidad a Dios es la Fe. A partir de ella las otras fidelidades se posibilitan – en la medida en que se cumplan – , la primera es real.
Marcel llega a la conclusión de que «el Ser es el lugar de la fidelidad» y de que vivir «a la luz de la fidelidad es progresar en una dirección que es la misma que la del Ser».

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