Ponderan con razón los tratadistas de lógica la virtud creadora de la atención; pero insisten poco en una variedad del atender, que cabría llamar polarización cerebral o atención crónica, esto es la orientación permanente, durante meses y aun años, dé todas nuestras facultades hacia un objeto de estudio. Infinitos son los ingenios brillantes que, por carecer de este atributo, que los franceses designan esprit de suite, se esterilizan en sus meditaciones A docenas podría yo citar a españoles que, poseyendo un intelecto admirablemente adecuado para la investigación científica, retíranse desanimados de una cuestión sin haber medido seriamente sus fuerzas, y acaso en el momento mismo en que la Naturaleza iba a premiar sus afanes con la revelación ansiosamente esperada. Nuestras aulas y laboratorios abundan de estas naturalezas tornadizas inquietas, que aman la investigación y se pasan los días de turbio en turbio ante la retorta o el microscopio; su febril actividad revélase en el alud de conferencias, folletos y libros, en que prodigan erudición y talento considerables; fustigan continuamente la turba gárrula de traductores y teorizantes proclamando la necesidad inexcusable de la observación y el estudio de la Naturaleza en la Naturaleza misma; y cuando, tras largos años de propaganda y de labor experimental, se pregunta a los íntimos de tales hombres, a los asiduos del misterioso cenáculo donde aquéllos ofician de pontificial confiesan ruborosos que la misma fuerza del talento, la casi imposibilidad de ver en pequeño la extraordinaria amplitud y alcance de la obra emprendida, han imposibilitado llevar a cabo ningún progreso parcial v positivo. He aquí el fruto obligado de la flojedad o de la dispersión excesiva de la atención, así como del pueril alarde enciclopedista inconcebible hoy, en que hasta los sabios más insignes se especializan y concentran para producir. Pero sobre los vicios de la voluntad trataremos más adelante.
Para llevar a feliz término una indagación científica, una vez conocidos los métodos conducentes al fin, debemos fijar fuertemente en nuestro espíritu los términos del problema, a fin de provocar enérgicas corrientes de pensamiento, es decir, asociaciones cada vez más complejas y precisas entre las imágenes recibidas por la observación y las ideas que dormitan en nuestro inconsciente; ideas que sólo una concentración vigorosa de nuestras energías mentales podrá llevar al campo de la conciencia. No basta la atención expectante, ahincada; es preciso llegar a la preocupación. Importa aprovechar para la obra todos los momentos lúcidos de nuestro espíritu: ya la meditación que sigue al descanso prolongado, ya al trabajo mental supraintensivo que sólo da la célula nerviosa caldeada por la congestión, ora, en fin, la inesperada intuición que brota a menudo, como la chispa del eslabón, del choque de la discusión científica.
Casi todos los que desconfían de sus propias fuerzas ignoran el maravilloso poder de la atención prolongada. Esta especie de polarización cerebral, con relación a una cierta orden de percepciones, afina el juicio, enriquece nuestra sensibilidad analítica espolea la imaginación constructiva, y, en fin, condensando toda la luz de la razón en las negruras del problema, permite descubrir en éste inesperadas y sutiles relaciones. A fuerza de horas de exposición, una placa fotográfica situada en el foco de un anteojo dirigido al firmamento llega a revelar astros tan lejanos, que el telescopio más potente es incapaz de mostrarlos; a fuerza de tiempo y de atención, el intelecto llega a percibir un rayo de luz en las tinieblas del más abstruso problema.
La forja de la nueva verdad exige casi siempre severas abstenciones y renuncias. Convendrá, durante la susodicha incubación intelectual, que el investigador, al modo del somnámbulo, atento sólo a la voz del hipnotizador, no vea ni considere otra cosa que lo relacionado con el objeto de estudio: en la cátedra, en el paseo, en el teatro, en la conversación, hasta en la lectura meramente artística, buscar la ocasión de intuiciones, de comparaciones y de hipótesis que le permitan llevar alguna claridad a la cuestión que le obsesiona. En este proceso adaptativo nada es inútil: los primeros groseros errores, así como las falsas rutas por donde la imaginación se aventura, son necesarios, pues acaban por conducirnos al verdadero camino, y entran, por tanto, en el éxito final, como entran en el acabado cuadro del artista los primeros informes bocetos. Cuando se reflexiona sobre la curiosa propiedad que el hombre posee de cambiar y perfeccionar su actividad mental con relación a un objeto o problema profundamente meditado, no puede menos de sospecharse que el cerebro, merced a su plasticidad, evoluciona anatómica y dinámicamente, adaptándose progresivamente al tema. Esta adecuada y específica organización adquirida por las células nerviosas produce a la larga lo que yo llamaría talento profesional o de adaptación, y tiene por motor la propia voluntad, es decir, la resolución enérgica de adecuar nuestro entendimiento a la naturaleza del asunto. En cierto sentido, no sería paradójico afirmar que el hombre que plantea un problema no es enteramente el mismo que lo resuelve, por donde tienen fácil y llana explicación esas exclamaciones de asombro en que prorrumpe todo investigador al considerar lo fácil de la solución tan laboriosamente buscada. “¡Cómo no se me ocurrió esto desde el principio! –exclamamos–. ¡Qué obcecación la mía al obstinarme en marchar por caminos que no conducen a parte alguna!
Si, a pesar de todo, la solución no aparece y presentimos, no obstante, que el asunto se acerca a su madurez, procurémonos algún tiempo de reposo. Algunas semanas de solaz y de silencio en el campo traerán la calma y la lucidez a nuestro espíritu. Esta frescura del intelecto, como la escarcha matinal, marchitará la vegetación parásita y viciosa que ahogaba la buena semilla. Y, al fin, surgirá la flor de la verdad, que, por lo común, abrirá su cáliz, al rayar el alba, tras largo y profundo sueño, durante esas horas plácidas de la mañana que Goethe y tantos otros consideraron propicias a la invención También los viajes, al traernos nuevas imágenes del mundo y remover nuestro fondo ideal, poseen la preciosa virtud de renovar el pensamiento y de disipar enervadoras preocupaciones. ¡Cuántas veces el rudo trepidar de la locomotora y el recogimiento y soledad espiritual reinantes en el vagón (el desierto de hombres, que diría Descartes) nos han sugerido ideas que justificó ulteriormente el laboratorio!En los tiempos que corremos, en que la investigación científica se ha convertido en una profesión regular que cobra nómina del Estado, no le basta al observador concentrarse largo tiempo en un tema; necesita, además, imprimir una gran actividad a sus trabajos. Pasaron aquellos hermosos tiempos de antaño, en que el curioso de la Naturaleza, recogido en el silencio de su gabinete, podía estar seguro de q
ue ningún émulo vendría a turbar sus tranquilas meditaciones. Hogaño, la investigación es fiebre; apenas un nuevo método se esboza, numerosos sabios se aprovechan de él, aplicándolo casi simultáneamente a los mismos temas y mermando la gloria del iniciador, que carece de la holgura y tiempo necesarios para recoger todo el fruto de su laboriosidad y buena estrella.
Inevitables son, por consecuencia, las coincidencias y las contiendas de prioridad. Y es que, lanzada al público una idea, entra a formar parte de ese ambiente intelectual donde todos nutrimos nuestros espíritu; y en virtud del isocronismo funcional reinante en las cabezas preparadas y polarizadas para un trabajo dado, la idea nueva es simultáneamente asimilada en París y en Berlín, en Londres y en Viena, casi de idéntico modo y con similares desarrollo y aplicaciones. La invención crece y se desarrolla al modo de un organismo, espontánea y automáticamente, como si los sabios quedasen reducidos a meros cultivadores de la semilla sembrada por un genio. Todos entrevén la espléndida floración de hechos nuevos y todos desean, naturalmente, acaparar la espléndida cosecha. Esto explica la impaciencia por publicar, así como lo imperfecto y fragmentario de muchos trabajos de laboratorio. El afán de llegar antes nos lleva a veces a incurrir en ligerezas, pero ocurre también que el ansia febril de tocar la meta los primeros nos granjea el mérito de la prioridad.
En todo caso, si alguien se nos adelanta, hacemos mal en desalentarnos. Continuemos impertérritos la labor, que, al fin, llegará nuestro turno. Ejemplo elocuente y de incansable perseverancia nos dio una mujer gloriosa, madame Curie, cuando, habiendo descubierto la radiactividad del tordo, sufrió la desagradable sorpresa de saber que poco antes, el mismo hecho había sido anunciado por Schmidt en los Wiedermann Annalen. Lejos de desanimarla la noticia, prosiguió sin tregua sus pesquisas; ensayó al electroscopio nuevas sustancias, entre ellas cierto óxido de uranio (la pechblende), de la mina de Johanngeorgenstadt, cuyo poder radiactivo sobrepuja en cuatro veces al del uranio. Y sospechando que aquella materia tan activa encerraba un cuerpo nuevo, emprendió, con el concurso de monsieur Curie, una serie de ingeniosos, pacientes y heroicos trabajos, cuyo galardón fue el hallazgo de un nuevo cuerpo, el estupendo radio, cuyas maravillosas propiedades, provocando numerosas investigaciones, ha revolucionado la Química y la Física.
En España, donde la pereza es, más que un vicio, una religión, se comprenden difícilmente esas monumentales obras de los químicos, naturalistas y médicos alemanes, en las cuales sólo el tiempo necesario para la ejecución de los dibujos y la consulta bibliográfica parece debe contarse por lustros. Y, sin embargo, estos libros se han redactado en uno o dos años, pacíficamente, sin febriles apresuramientos. El secreto está en el método de trabajo en aprovechar para la labor todo el tiempo hábil, en no entregarse al diario descanso sin haber consagrado dos o tres horas, por lo menos, a la tarea; en poner dique prudente a esa dispersión intelectual y a ese derroche de tiempo exigido por el trato social; en restañar, en fin, en lo posible, la cháchara ingeniosa del café o de la tertulia, despilfarradora de fuerzas nerviosas (cuando no causa de disgustos), y que nos aleja, con pueriles vanidades y fútiles preocupaciones, de la tarea principal.
Si nuestras ocupaciones no nos permiten consagra, al tema más de dos horas, no abandonemos el trabajo a pretexto de que necesitaríamos cuatro o seis Como dice juiciosamente Payot, “poco basta cada día, si cada día logramos ese poco”. Lo malo de ciertas distracciones, demasiado dominantes, no consiste tanto en el tiempo que nos roban cuanto en la flojera de a tensión creadora del espíritu y en la pérdida de esa especie de tonalidad que nuestras células nerviosas adquieren cuando las hemos adaptado a determinado asunto.
No pretendemos proscribir en absoluto las distracciones; pero las del investigador serán siempre ligeras y tales que no estorben en nada las nuevas asociaciones ideales. El paseo al aire libre, la contemplación de las obras artísticas o de las fotografías de escenas, de países y de monumentos; el en canto de la música y, sobre todo, la compañía de una persona que, penetrada de nuestra situación evite cuidadosamente toda conversación grave y reflexiva, constituyen los mejores esparcimientos del hombre de laboratorio. Bajo este aspecto, será bueno también seguir la regla de Buffon, cuyo abandono en la conversación (que chocaba a muchos admiradores por la nobleza y elevación de su estile como escritor) lo justificaba diciendo: “Estos son mis momentos de descanso”.
En resumen: toda obra grande es el fruto de la paciencia y de la perseverancia, combinada con una atención orientarla tenazmente, durante meses y aun años, hacia un objeto particular. Así lo han confesado sabios ilustres al ser interrogados tocante al secreto de sus creaciones. Newton declaraba que sólo pensando siempre en la misma cosa había llegado a la soberana ley de la atracción universal. De Darwin refiere uno de sus hijos que llegó a tal concentración en el estudio de los hechos biológicos relacionados con el gran principio de la evolución que se privó durante muchos años y de modo sistemático de toda lectura y meditación extrañas al blanco de sus pensamientos; en fin: Buffon no vacilaba en decir que “el genio no es sino la paciencia extremada”. Suya es también esta respuesta a los que le preguntaban cómo había conquistado la gloria: “Pasando cuarenta años de mi vida inclinada sobre mi escritorio”. En conclusión: nadie ignora que Mayer, el genio descubridor del principio de la conservación y transformación de la energía consagró a esta concepción toda su vida.
Siendo, pues, cierto de toda certidumbre que las empresas científicas exigen, más que vigor intelectual, disciplina severa de la voluntad y perenne subordinación de todas las fuerzas mentales a un solo objeto de estudio, ¡cuán grande es el daño causado inconscientemente por los biógrafos de sabios ilustres al achacar las grandes conquistas científicas al genio antes que al trabajo y la paciencia! ¡Qué más desea la flaca voluntad del estudio o del profesor que poder cohonestar su pereza con la modesta cuanto desconsoladora confesión de mediocridad intelectual! De la funesta manía de exaltar sin medida la minerva de los grandes investigadores, sin parar mientes en el desaliento causado en el lector no están exentos ni aun biógrafos de tan buen sentido como L. Figuier. En cambio, muchas autobiografías, en las que el sabio se presenta al lector de cuerpo entero, con sus debilidades y pasiones, con sus caídas y aciertos, constituyen excelente tónico moral. Tras estas lecturas, henchido el ánimo de esperanza, no es raro que el lector exclame: Anche io sono pittore.