Mientras que la cultura científica elaborada en Occidente triunfa y se extiende sin oposición sobre todos los continentes, nos interesa saber lo que el Oriente puede ofrecer en cambio de valioso, de precioso a los pueblos occidentales.
La India, tan abierta a las técnicas modernas, tan ardiente en su deseo de transformar y de elevar el nivel de vida de su población, ¿tendrá secretamente en su patio trasero cierto conocimiento práctico de la vida aun totalmente ignorado por nosotros, y del cual podríamos sacar provecho?
Un observador superficial de la India solamente verá la fachada en vías de construcción, la obra imponente de los planes quinquenales, las empresa de los grandes embalses, los vastos proyectos de reforma agrícola, la reorganización rural.
El hará justicia a la sed de saber y de investigar que anima a su elite universitaria, a sus médicos, sus ingenieros, sus sabios. Si la mirada de nuestro observador se detiene en ese aspecto espectacular de la evolución histórica, si no penetra más allá, habrá fallado en descubrir lo esencial.
A un eminente amigo indio, médico general de la Armada, que me preguntó por mi apreciación acerca de los cambios acaecidos en India desde l949, le respondí: “Ciertamente la India se ha transformado profundamente… conservando un trasfondo de permanencia inmutable. Un cambio versus un trasfondo de invariabilidad”.
El enunciado causó complacencia a mi amigo. Y esta opinión fue unánimemente aceptada por un grupo de médicos indios presentes en la reunión. Se estableció un diálogo entre nosotros. Cada cual reconoció en este trasfondo de valores inmutables preciosamente preservados, la reserva de la cual podría emerger una fuente renovadora de la civilización occidental. Tales fueron los términos algo enfáticos que nos atrevimos a formular allí esa tarde.
Pero, ¿en verdad falta en Occidente alguna cosa esencial, un conocimiento indispensable para su salvaguardia? ¿Tendrá la India eso que hace falta tan cruelmente a las civilizaciones occidentales?
En el peligroso estado de nuestra historia presente, se impone un examen riguroso de las deficiencias inherentes a nuestra cultura.
En primer lugar, conviene reprocharle su exclusiva orientación hacia el mundo exterior, su ignorancia de los caminos de la interioridad profunda.
El pensamiento occidental sitúa lo “Real” exclusivamente en el mundo objetivo, exterior a nuestro cuerpo, en el mundo que podemos conocer por los sentidos. La terminología corriente consagra y mantiene este prejuicio. Se dice de un juicio imparcial y verídico que es “objetivo”. La subjetividad es sinónimo de fantasía, de ensueño, de quimera. Nuestros psicólogos se esfuerzan en adaptar sus modelos a lo “Real”, es decir, al mundo exterior, al ambiente social y familiar. El sabio occidental experimenta sobre objetos. Cree en la realidad substancial de los fenómenos objetivos y de las cosas; entre estos diversos elementos él concibe relaciones “objetivas”.
Pero el indio iniciado en su tradición asume hacia el mundo una actitud diametralmente opuesta a la que adopta el pensamiento occidental. El universo, según él, es un mundo de apariencias, una creación mental nacida de sus sentidos y de su pensamiento. Los paisajes, las cosas que descubre alrededor de su cuerpo, resultan de un juego de funciones sensoriales; son imágenes emanadas de nuestro espíritu, y, como tales, inseparables del espectador que las ha producido.
Por cierto, él no piensa en negar su carácter pragmático, concreto, objetivo. Pero sabe que los marcos del espacio, del tiempo, de la causalidad, donde se encuadran las cosas y los seres de este mundo, provienen de la psiquis del observador. Por eso su “realidad” es una realidad prestada.
Pidamos a un sabio indio que nos diga a qué fuente pedimos prestada la “realidad” y él nos dirá: “Buscad lo Real dentro de vosotros, no en los objetos definidos por vuestros sentidos y vuestros conceptos; proseguid la búsqueda en lo más profundo de vuestro ser hasta el último lugar de referencia. La Realidad, en el sentido estricto de la palabra, no es sino el conocimiento verídico que se revela a vosotros al término de esta búsqueda”.
Una perfecta teoría del conocimiento, una teoría correcta según las exigencias inevitables de la epistemología, he aquí lo más precioso que la ciencia metafísica india puede ofrecer al Occidente. Si este punto de vista prevaleciera entre nosotros y se impusiera a nuestros sabios, el pensamiento occidental sufriría la más grande revolución que haya conocido desde la antigüedad; le sería apremiante revisar integralmente y corregir todas sus nuevas nociones. El estilo de vida individual y social sería modificado. Tales serían las consecuencias de este cambio de polaridad. En lugar de establecer sus puestos de observación en la periferia de la psiquis, sobre los planos sensorial, afectivo, intelectual, el espíritu de investigación tomará un lugar más acá de las funciones superficiales del ego, en el núcleo central de integración y de asimilación. Este desplazamiento en profundidad lo llevaría a un lugar puntiforme y sin dimensiones, donde la consciencia funcionando en estado puro – impersonal – resuelve toda percepción y todo saber en conocimiento.
Este lugar puntiforme, en cuyo centro reside el conocimiento, no es de ningún modo una concepción quimérica, ni tampoco una hipótesis aventurada. Los fisiólogos contemporáneos reconocen la necesidad de admitirlo en su esquema neurológico. Uno de los más eminentes pioneros de la neurología, Sir Charles Sherrinton, lo identifica con justo título, con el centro de integración del ser individual, con el Ser, el Yo auténtico.
He aquí los términos con que él lo define: “El Yo se encuentra al centro en un mundo de “cosas”, existiendo sin contorno ni forma, ni dimensiones; invisible, intangible, desprovisto de atributos sensibles, durable, con una durabilidad sin extensión, cuando se le compara con las cosas. Su posición es sin magnitud. De este Yo somos mucho más inmediatamente conscientes que del mundo espacial alrededor nuestro, puesto que es nuestra experiencia directa. Es el Sí, el Ser “.
Y sin embargo, jamás ha sido visto, ni sentido, y aunque posee el lenguaje, jamás ha sido escuchado. Permanece inaccesible a los sentidos, aunque sea conocido por sí mismo directamente, de primera mano y en forma indiscutible.
Independientemente de estas teorías, las investigaciones efectuadas por las escuelas neuro-quirúrgicas y electro-neurológicas revelan la presencia en la estructura del cerebro de un lugar central de integración, foco centroencefálico de Penfield, sistema reticulado del diencéfalo, del tálamo, del pedúnculo cerebral. Considerada en sus implicaciones anatómicas, la función mental entrega un esquema cómodo, gráfico sugestivo del proceso integrador.
La pluralidad de los aspectos visuales, táctiles, auditivos, etc. del mundo, que nuestros sentidos elaboran, converge al azar en la Unidad de una consciencia asimiladora. Despliegue del Uno en la diversidad-múltiple, resolución de la diversidad en el Uno; tal es la definición que han dado de la Consciencia los sabios reunidos en un Simposio en Chicago, y en Montreal, para discutir acerca de este importante tema.
Los descubrimientos modernos de la neurología resumen aquí las conclusiones a las cuales llegaron los investigadores indios de la interioridad, persistiendo en su búsqueda más allá de todas las categorías subjetivas. Sólo el experimentador actuando en sí mismo conoce – por haberlo vivido – la naturaleza fundamental existencial, beatífica, de esta vida indescriptible. Ella se sitúa en el trasfondo – jerárquicamente, en el manantial – de la individualidad. Su absoluta simplicidad original la exime de los cambios que tra
erá el tiempo. A diferencia de los éxtasis y diversos tipos de samadhi propios del Yoga, ella no se experimenta entre los límites de un comienzo y de un fin. La vida, realizada en su perfecta indivisión, no implica ningún metabolismo, ni hay una palabra que pueda calificar correctamente la esencia.
Sin embargo, es necesario que volvamos a descender de esta transcendencia a un plano apropiado para una clara descripción biológica. Y además se debe vivir entre los hombres, moverse entre los objetos del mundo material. El hombre, manteniendo su atención despierta en este lugar “puntiforme”, que lo ubica en el corazón de sí mismo, despliega en el campo de su consciencia la total extensión de sus funciones psíquicas. Establecido como testigo alerta en la más íntima profundidad compatible con una “visión” de los fenómenos, tiene proyectada ante él la totalidad de su ser. Se conoce a través de una visión que no es óptica. A su gusto, escoge excitar, retener o adormecer la actividad de su pensamiento y de sus sentidos. Los múltiples aspectos de su personalidad toman forma ante él sucesivamente, luego se disuelven como sombras de sí mismo. Nacen y mueren en su campo de consciencia mientras que él asiste como testigo inmutable a su pasar efímero. Todas las creaciones de su espíritu o de sus sentidos proyectan sus siluetas en la pantalla de su atención, a distancia del lugar desde donde él las contempla. Tal es la posición que él ocupa en este punto donde la consciencia resplandece. Su sensibilidad, sus propias emociones ondulan sin ataduras, nacen y mueren, extrañas a la realidad de su ser. Para él, el universo organizado por sus sentidos, por su entendimiento, por su sentimiento, desenrolla sobre diversos planos un inmenso “objeto” de formas que rebrotan incesantemente, en el cual se encuentra incluso la imagen de su propio cuerpo. Nada permanece estable en esta fantasmagoría cambiante e inasible. El elemento de realidad contenido en este infinito despliegue procede del foco original de donde la totalidad emerge y adonde, regresando, se sumerge. Una evidencia irrecusable nos garantiza que lo Real se arraiga en este “punto” sin dimensiones: último centro de integración y único foco de conocimiento auténtico. Esta fuente de luz, pura consciencia iluminadora, confiere a los objetos nacidos de ella su carácter de verdad.
La substancia fundamental del Universo, según este punto de vista, se revela de naturaleza psíquica. En este mundo a base de consciencia, no se sabría oponer irreductiblemente la materia al espíritu, porque la materialidad – si se la somete a un correcto examen – demuestra ser un concepto, una experiencia sensorial y mental. Porque la asimilamos, absorbiéndola e integrándola en conocimiento, se ilumina con la claridad de lo Real.
Es así que la epistemología india, contradiciendo el curso del pensamiento occidental, reversa la polaridad de lo Real. El oyente es invitado a llevar su búsqueda de lo verdadero en la dirección de la interioridad, más allá de la vida subjetiva, más allá de las relaciones dualistas, que oponen al sujeto y al objeto el uno contra el otro. La aventura implica ciertos riesgos. Sin duda el círculo ilusorio que encierra el juego de la dualidad no se deja atravesar fácilmente. La ayuda de una razón transcendente que derribe todas las barreras, asegura el despegue del espíritu hacia el “lugar” de una claridad sin sombras.
Y es aquí que el sabio occidental puede apreciar en justa medida la severidad de la pérdida que experimentó nuestra cultura cuando se extinguió la tradición epistemológica greco-egipcia. En el estado actual de nuestro conocimiento del hombre, ignoramos que existe, más allá de la inteligencia racional, un principio superior de inteligibilidad. Pero en los tiempos de Heráclito, de Pitágoras, de Sócrates, de Platón, de Plotino, un tal poder del espíritu era unánimemente conocido. Se le designaba con el nombre de Nous. La función iluminadora del Nous permitía al filósofo traspasar las oposiciones de la dualidad y consumar la búsqueda, el Nous – o su equivalente – ha desaparecido de nuestro vocabulario; y en nuestros días estaría sin uso. También los helenistas deben resignarse a traducir este término, a falta de algo mejor, por una palabra que traiciona gravemente el sentido: intelecto. La función “noética” a la que hacemos alusión, abre un acceso a la última instancia de donde ella misma ha nacido. En todas circunstancias, dispone a la razón a orientar sus pasos en la dirección del principio original de Platón, de Plotino. Y es así que ella ilumina el pensamiento justo, la conducta recta, llevándola finalmente a su disolución en la evidencia del testimonio final. De este conocimiento “noético” es inseparable el amor. ¿Se podría aspirar con todo el ser a la verdad integral si no se la amara con un amor Soberano?
En estos tiempos críticos de nuestra historia, en que el hombre de occidente pretende reconstruir – desde América a Rusia – las bases materiales del mundo, una tradición viviente, preciosamente salvaguardada ofrece a nuestro espíritu las perspectivas de una dimensión nueva. Por la reversión de polaridad que nos propone se revela un trasfondo inexplorado. Se nos expone a la ayuda de una dialéctica rigurosa, y por el método experimental – el Yoga – la extensión de los poderes inherentes a la psiquis. El experimentador indio de la vida subjetiva conoce y pone en acción leyes totalmente desconocidas para el sabio occidental. Sin embargo, ninguno de los poderes adquiridos por el ejercicio del yoga alcanza en dignidad y en amplitud el poder que emana de la Sabiduría.
El sabio de la India, según la tradición no-dualista (Advaita Vedanta) tiene el poder de conducir a todo oyente apasionado por la verdad hasta el término de la búsqueda epistemológica: a la Realidad de lo Real (Sataysya Satvam).
Su instrucción – simultáneamente teórica y práctica – confiere a quien la absorbe integralmente en su pureza una soberana potencia; lo libera de la historia y lo sustrae de las vicisitudes del determinismo y del destino. Además, le proporciona el don más precioso que un hombre pueda recibir: hace de él un ser benéfico.
Sin duda encontraremos provecho – un provecho incalculable – en revisar radicalmente nuestra manera de ver el mundo y de concebirnos nosotros mismos. El estudio de las ciencias biológicas procede sin orden ni método, porque carece de bases epistemológicas. La misma falencia se hace sentir penosamente en el sector médico y en psicología. Los investigadores no pueden explorar más que engranajes y una maquinaria superficial. Ellos ignoran la naturaleza profunda del hombre; la interioridad escapa a sus sondajes. Pero un error más grave que todas las carencias tiene cautivo su espíritu; ellos toman sus conceptos, las construcciones de su espíritu en trabajo, sus representaciones abstractas por “realidades”. Estos son para ellos, “datos”, hechos (duros hechos) . Hacen tanto caso de estos “hechos” que construyen inmensos fichero s para recibirlos y conservarlos. Este desorden nos inunda.
Como consecuencia de nuestro error de óptica inicial, el acceso a lo esencial nos está prohibido. La frente de nuestros sabios se lastima tarde o temprano contra la fachada infranqueable que les opone la “objetividad”. Ellos no conocen ningún otro campo de investigación que el “plano objetivo”, única realidad para sus ojos.
Pero ¿se puede explorar con rigor totalmente científico el campo de la interioridad? Y si penetramos con la consciencia vigilante e imperturbable en este medio fluido, desconcertante, ¿descubriremos leyes claramente definidas, imperativos universales? ¿El explorador no va a disiparse, a vagabundear en desorden en la fantasía y la irracionalidad de la vida subjetiva?
Sería imprudente subestimar los riesgos en que incurre el explorador que desciende en esta “terra ignota”. La frágil claridad de su razón corre el peligro de extinguirse allí, porque
estos abismos son recorridos por ráfagas incesantes. No descenderemos al precipicio sino sólo después de haber anclado sólidas amarras que nos conecten al fondo. Un guía alerta, infalible conocedor del trayecto y de la etapa final, enganchará por nosotros firmemente la punta del ancla en la última estación. El alumbrará con su luz nuestros pasos hasta que los itinerarios se nos hayan hecho familiares. Al término de la maniobra encontramos la claridad porque el “final” – último conocimiento – es luz. En este foco de integración más allá de la unidad, las nociones de tiempo, de espacio, las formas y las sensaciones, han sufrido la transmutación que las refunde en consciencia beatífica, inclusiva de toda realidad. Reconocemos que esta realidad estuvo siempre presente en nosotros.
¿Seremos indestructiblemente occidentales al punto de oponer un rechazo definitivo a la invitación que se nos hace de revisar nuestra óptica? Si así fuera, decidiríamos nuestra condenación a breve plazo.
Cuidémonos de creer que al operarse esta reversión de polaridad, renunciaremos a nuestra tradición – el helenismo – para adoptar una visión india del universo y del hombre. El individuo que intenta enajenarse de su herencia ancestral y repudia su propia tradición se acomoda una figura híbrida, en la que se descubre la imitación. Yo no propongo, de ningún modo, al occidente que se orientalice. Operando la reversión que se impone urgentemente a nuestra “visión del mundo”, reencontraremos una óptica familiar al sabio de occidente. El sabio recuperará una verdad largo tiempo olvidada y perdida por nuestra cultura. Volviendo a encontrar la visión correcta que fue la de un Sócrates, de un Platón, de un Plotino, reanudará el hilo de su propia tradición. Todo examen epistemológico correctamente conducido – suceda en India, en China, en Grecia o en Egipto – debe llegar al mismo fin. He ahí una evidencia que he tratado de demostrar mediante algunos ensayos sobre el tema y en la aplicación práctica a la medicina.
Concluyamos este ensayo pidiéndole a Plotino que tome la palabra:
“Es así como uno se retira del exterior y se orienta hacia la interioridad enteramente. Cuando se cesa de inclinarse hacia las cosas de afuera, ignorándose todo, primero disponiendo el alma a ello, y en el momento de la contemplación abandonando toda forma. Perdemos incluso nuestra autonomía en el seno de la contemplación… es necesario traerse hacia sí desde los objetos sensibles que son los últimos hasta la realidad original. Es necesario librarse de todo vicio puesto que se tiende hacia el Bien, se deberá remontar al principio (Arkhé) interior a sí mismo y devenir un ser único en lugar de muchos si se debe contemplar al Uno primordial. Es necesario llegar a ser Nous, remitir el alma al Nous y establecerla allí a fin de que despierte a la “visión noética”.