JESÚS, UN HOMBRE DE EQUlLlBRIO, FANTASÍA CREADORA Y ORIGINALIDAD
1/PERSONALIDAD:
Antes de atribuir títulos divinos a Jesús, los evangelios nos permiten que hablemos humanamente de él; como nos dice el NT, con él «apareció la bondad y el amor de Dios a los hombres». No pinta el mundo ni peor ni mejor de lo que es. No moraliza. Con extraordinario equilibrio encara la realidad, posee la capacidad de ver y colocar todas las cosas en su sitio. A ese equilibrio agrega la capacidad de ver al hombre mayor y más rico que su contexto cultural concreto. Y todo es porque en él se reveló lo que hay de más divino en el hombre y lo que hay de más humano en Dios.
El mensaje de Jesús supone la radical y total liberación de todos los elementos alienantes que se dan en la condición humana. Jesús mismo se presenta como el hombre nuevo, de la nueva creación reconciliada consigo y con Dios. Sus palabras y actitudes revelan a alguien liberado de las complicaciones que los hombres y la historia del pecado crearon. Ve con ojos perspicaces las realidades más complejas y simples y va a lo esencial de las cosas. Sabe decirlas breve, concisa y exactamente. Manifiesta un extraordinario equilibrio que sorprende a todos los que están a su alrededor. Tal vez ese hecho haya dado origen a la cristología, esto es, a la tentativa de la fe de descifrar el origen de la originalidad de Jesús y de responder a la pregunta: ¿Quién eres tú, Jesús de Nazaret?
1. JESÚS, HOMBRE DE EXTRAORDINARIO EQUILIBRIO Y SENTIDO COMÚN:Tener equilibrio es un atributo de los grandes hombres. Decimos que alguien lo posee cuando para cada situación tiene la palabra adecuada, el comportamiento acertado y da de inmediato con el punto exacto de las cosas. El sentido común está ligado a la sabiduría concreta de la vida; es saber distinguir lo esencial de lo secundario. la capacidad de ver y colocar todas las cosas en su debido lugar. El equilibrio se sitúa siempre en el lado opuesto de la exageración. Por eso, el loco o el genio, que en muchos puntos se aproximan, en este aspecto se distinguen fundamentalmente. El genio radicaliza el equilibrio. El loco radicaliza la exageración. Jesús, como los testimonios evangélicos nos lo presentan, se manifiesta como un genio de equilibrio y sentido común. Una serenidad incomparable rodea todo lo que hace o dice. Dios, el hombre, la sociedad y la naturaleza están ahí en una inmediatez extraordinaria. No hace teología, ni apela a principios superiores de moral, ni se pierde en una casuística minuciosa y sin corazón. Pero sus palabras y comportamientos inciden plenamente en lo concreto, en el mismo corazón de la realidad y llevan a una decisión ante Dios. Sus determinaciones son incisivas y directas: «¡Reconcíliate con tu hermano!» (Mt 5,24b);¡ «¡no perjurarás!» (Mt 5,34); «no resistáis al mal; antes bien, al que te abofetee en la mejilla derecha preséntale también la otra» (Mt 5,39); «amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan» (Mt 5,44); «cuando hagas limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace la derecha» (Mt 6,3).
a) Jesús, un profeta y maestro diferente
El estilo de Jesús nos hace pensar en los grandes profetas. Efectivamente, él surge como uno de ellos (Mc 8,28; Mt 21,11.46). No obstante, no es como un profeta del Antiguo Testamento, que precisa de un llamamiento divino y de una legitimación por parte de Dios. Jesús no reclama para sí ninguna visión de misterios celestiales a los cuales sólo él tiene acceso. Ni pretende comunicar verdades ocultas y para nosotros incomprensibles. Habla, predica, discute y reúne en torno a sí discípulos, como un rabino de su tiempo. Y, sin embargo, la diferencia entre uno de aquéllos y Jesús es como la del cielo a la tierra. El rabino es un intérprete de la Sagrada Escritura; en ella lee la voluntad de Dios. La doctrina de Jesús no es solamente una explicación de los textos sagrados. Lee la voluntad de Dios también fuera de la Escritura: en la creación, en la historia y en la situación concreta. En su compañía acepta gente que un rabino rechazaría indefectiblemente: pecadores, publicanos, niños y mujeres. Extrae su doctrina de las experiencias comunes que todos hacen y pueden controlar. Sus oyentes lo comprenden en seguida. No se las exigen otros presupuestos que los del sentido común y la sana razón. Por ejemplo: que una ciudad sobre el monte no puede permanecer oculta (Mt 5,14); que cada día tiene bastante con sus inquietudes (Mt 6,34); que no debemos jurar nunca, ni por nuestra propia cabeza, porque nadie puede por sí mismo hacer que un cabello se torne negro o blanco (Mt 5,36); que nadie puede aumentar en un milímetro la medida de su vida (Mt 6,27); que el hombre vale mucho más que las aves de los cielos (Mt 6,26); que el sábado es para el hombre y no el hombre para el sábado (Mc 2,27).
b) Jesús no quiere decir cosas nuevas a toda costa
Como es evidente, Jesús nunca apela a una autoridad superior, venida de fuera para reforzar su propia autoridad y doctrina. Cuanto dice posee una evidencia interna. Lo que le interesa es decir no cosas esotéricas e incomprensibles, ni cosas nuevas porque sí, sino cosas racionales que los hombres puedan entender y vivir. Como puede observarse, Cristo no vino a traer una nueva moral, distinta de la que los hombres ya tenían. Clarificó lo que los hombres sabían o debían haber sabido y que, a causa de su alienación, no llegaron a ver, comprender y formular. Basta que consideremos, a título de ejemplo, la regla de oro de la caridad (Mt 7,12; Lc 6,31): «Todo cuanto queráis que os hagan los hombres, hacédselo también vosotros». De Tales de Mileto (660 a. C.) se cuenta que, habiéndole preguntado por la regla máxima del buen vivir, respondió: «No hagas aquello que de malo encuentras en los otros». En Pitacos (580 a. C.) hallamos esta fórmula: «Lo que aborreces en los otros no lo hagas tú mismo». Isócrates (40 a. C.) proclama la misma verdad en forma positiva: «Trata a los otros así como quieras ser tratado». Confucio (551/470 a. C.), interrogado por un discípulo acerca de si existe una norma que pueda ser seguida durante toda la vida, dijo: «El amor al prójimo. Lo que no deseas para ti no lo hagas a los otros». En la epopeya nacional de la India, el Mahabharata entre (400 a. C. a 40 d. C.), se encuentra la siguiente verdad: «Aprende la suma de la ley, y cuando la hubieres aprendido piensa en ella: lo que odias no lo hagas a nadie». En el Antiguo Testamento se lee: «No hagas a nadie lo que no quieras que te hagan» (Tb 4,15). En los tiempos del rey Herodes llegó un pagano hasta el célebre rabino Hillel, maestro de san Pablo, y le dijo: «Acéptame en el judaísmo con la condición de que me digas toda la ley, mientras permanezco sobre un solo pie». A lo que Hillel respondió: «No hagas a los otros lo que no quieras que te hagan a ti. En ello se resume toda la ley. Todo lo demás es comentario. Ve y aprende». Cristo nunca leyó a Tales de Mileto, ni a Pitacos, ni menos a Confucio y el Mahabharata. Con su formulación positiva excede infinitamente la negativa, porque no coloca ningún límite a la apertura y preocupación por el dolor y por la alegría de los otros. Cristo se afilia a los grandes hombres que se preocuparon por la humanitas. «La epifanía de la humanidad de Dios culmina con el reconocimiento por Jesús de Nazaret de la regla de oro de la caridad humana» (E. Stauffer). Cristo no quiere expresar a toda costa algo nuevo, sino algo viejísimo como el hombre; no original, sino que vale para todos; no cosas sorprendentes, sino cosas que alguien comprende por sí mismo, cuando tiene los ojos abiertos y un poco de sentido común. Con mucha razón ponderaba san Agustín: «La sustancia de aquello que hoy la gente llama cristianismo ya estaba presente en los antiguos y no faltó desde los inicios del género humano hasta que Cristo vivió en carne. Desde entonces, la verdadera religión, que ya existía . comenz] ]>