Un joven regresaba a su casa desde San Felipe, fue un
día pesado, venía de visitar la familia materna, pensaba
trasladarse a vivir allá, donde nació. Su recién
esposa la trajo de junto al mismo San Felipe. Atravesó
el chilar y la palapa del esposo de su madre y entró
en el pequeño recinto donde dormía su mujer. Se
sentía mal, había bebido, pero estaba peor que otras
veces, se acostó, al siguiente día amaneció sin poder
explicar qué le pasaba, estaba como paralizado, enfermo
y ausente, Así pasó varios días sin que la familia alcanzara
a comprender lo que le ocurría. Hasta que la madre
pareció tomar una decisión y así, pasados unos días.
…Aquí venimos trayendo al hijo, siente entumido y no
puede enderezar, mírele, apenas camina. Le duele mucho
en su panza y pecho cuando tratamos de jalar para que
se pare. Dice que no puede masticar y vomita, sólo admite
tantito caldo. Anda como pesado de la cabeza y no descansa,
se enflacó y se queja en la noche, como que quiere
llorar y respinga y no acierta a decir qué tiene. Mírale, está
como triste y de espanto
[Con esta presentación entraron en la palapa del
curandero cinco chuta énima de Paso Cocuyo (a una
hora de distancia en lancha)]. El muchacho, envuelto
en una cobija, ayudado por un hombre de unos cuarenta
años y una mujer de semejante edad que llevaba
la voz preocupada del grupo. Con ellos, dos muchachas,
una de ellas embarazada, la otra adolescente todavía.
El curandero les indicó la banca y sillas para descansar,
escuchaba a la mujer y mientras prendía
veladoras en su altar les pidió que le entregaran lo que
traían para curación. Sacaron de una bolsa varios
pequeños paquetes, unos con frijol, azúcar y arroz
(para comida de la casa) que fueron mandados hacia
otra palapa, además de copal, alcohol, velas, huevos y
plumas de guacamaya que entregaron al curandero
y que éste colocó sobre su mesa ante el altar. La mujer
parecía menos agitada. Con breves indicaciones, el
curandero atrajo al muchacho, le sentó enfrente de la
mesa y mientras extendía un pequeño mantel de
cuatro dobleces le preguntó su nombre. Se hizo un
silencio tranquilizador en la fresca sombra de la palapa.
El curandero, después de prender copal, recogió
del altar una bolsita de donde extrajo sus maíces
azules. El silencio se rompió con el leve murmullo de
los rezos en lengua mazateca, salpicados del nombre
del muchacho de sus acompañantes y de numerosos
santos cristianos. Colocó el curandero dos velas
prendidas en las manos del joven, mientras seguía su
invocación ascendente abstraído con los maíces en el
puño cerrado.
Me encontré escuchando la interminable y rítmica
letanía dentro de una expectativa relajante del grupo
en el que la preocupación parecía dar paso a la quietud.
Antes de terminar los rezos, el curandero tiró los
maíces sobre la tela y observó. Con sus dedos tocaba
cada grano y trazaba líneas imaginarias sobre la tela
y en el aire a la vez que mascullaba palabras en lo que
parecía una conversación con el propio mantel. Daba
la impresión de estar solo, aislado del resto del grupo,
dirigiéndose a sí mismo, concentrado, sin distracciones
externas. Me sorprendí bostezando repetidamente,
centré la atención que entró en un ritmo de lentitud
placentera y sentí coordinación con el grupo en una
corriente de confianza y simpatía mutuas.
Una y otra vez el curandero recogía y lanzaba los
granos sobre el cuadrado de tela blanca y continuaba
su entrecortada conversación en la que parecía escuchar
y responder a un interlocutor imaginario. Se
percibía una presencia indefinida cambió la temperatura
y también la dinámica. Mientras se incorporaba
—regresó a los rezos—, repetía el nombre del muchacho,
tomó las velas encendidas y las deslizó cercanas
al cuerpo desde la cabeza, hombros y brazos. Luego
enjuagó con alcohol la boca y chupó con fuerza a la
altura del pecho del paciente, escupió y repitió la operación
dos veces más. Después apagó las dos velas y
las depositó en el altar. La estancia quedó en penumbra
y tranquilidad, pareció descender la temperatura.
Descansen —dijo— y salió del recinto, pasó algo
más de media hora. Todos quedamos en silencio casi
inmóviles durante un buen rato.
Sentía un gran descanso y el grupo chuta énima
parecía estar en reposo. Un tiempo después, la mujer
caminó adonde estaba el hijo, habló con él algunas
frases ayudándole a recostarse en una hamaca al
fondo de la palapa. Luego, se fue a encontrar con el
curandero que andaba conversando rutinariamente
en la cocina. Después de platicar un tiempo, la señora
regresó. No parecía mayormente intranquila. Se dirigió
al hombre y en ese momento preferí retirarme.
Fui a reunirme con el curandero que seguía en la
plática familiar y le pregunté sobre el joven. Me dijo
que tenía un daño fuerte, que pudo ver como el chicón
de San Felipe le tenía atrapado, que los familiares
andaban mal también, pero no sabía por qué y era necesario
seguir trabajando para traerle, sanarle y curar
a los demás, que para eso continuaríamos en la noche
en una sesión con situ en la cual estaba incluido.
Las horas transcurrieron en una especie de quehacer
vacío. Un espacio liminal lleno de pequeños ires y
venires sin sentido que podían igualmente dejar de
hacerse. Matar el tiempo, falto de intención, contradictorio
e inseguro. El grupo familiar estaba callado,
apenas intercambié con ellos gestos amables. Quietos,
permanecieron prácticamente toda la jornada sin
mucho movimiento, en mis desplazamientos siempre
los encontré aislados, sumidos en el silencio, ensimismados.
En un momento opté por acostarme en
una hamaca y allí permanecí como en letargo, estaba
tranquilo, dejando transcurrir la tarde.
Las oraciones conocidas del curandero me hicieron
volver del agradable adormecimiento del descanso.
La velocidad en el tiempo había cambiado, los pensamientos
se alborotaron, la atención giraba enlazando
de nuevo con los pensamientos de la sesión matutina,
una fuerza atraía hacia el interior. La voz del curandero
era como un llamado a continuar con la curación
iniciada en la mañana. Al acercarme a la palapa, el
altar estaba prendido, aunque no terminaba de anochecer,
la luz de las velas se proyectaba al exterior
entre las paredes de otate. Al entrar me percaté de que
el grupo familiar estaba en pie, mirando en la misma
dirección que el curandero y allí incorporados en los
mismos lugares en que se habían pasado el día. El
ambiente era distinto, la concentración era intensa en
torno al altar y el curandero, quien formulaba la
intención de la sesión a todos los presentes. Le acompañaban
en sus oraciones entre el humo intenso del
copal recién prendido, aceptando la finalidad para la
que estaban allí presentes. Me coloqué en un lugar
cómodo sumándome a los rezos a mi propia manera
pero dejándome ir para unificarme con el grupo, poniéndome
en la dirección Este, la misma del altar. Era
tal la fuerza de aquel pequeño grupo que no tuve
dificultad para integrarme con ellos.
El sinahé —el curandero se abría a un nuevo espacio
para la sanación—9 sin dejar de encomendar a
cada uno de los presentes por los nuestros nombres
intercalados entre sus oraciones, proporcionaba en
una servilleta de tela a cada quien diferentes cantidades
de situ, el hongo que cura desde adentro, en pares,
seg
ún le hablara la fuerza que encontraba al palpar el
pulso en la muñeca, codo y axila, así como las dificultades
de la enfermedad que teníamos que trabajar
entre todos nosotros como grupo de curación. El
sinahé establece lo que a cada quien le toca comer.
Mientras dirige la curación no suele tomar situ. Tiene
que estar atento a los lugares en los que transita cada
uno de los asistentes, en especial a su paciente. Entra
y sale a voluntad en distintos niveles de conciencia
acrecentada y acompaña al grupo en los espacios por
los que éste transita, e incluso puede llegar a sumirse
en profundo trance y entrar a recuperar, en caso de
que alguien esté perdido en alejados espacios de la
conciencia acrecentada espantado su espíritu por
algún chiconindú.
En el proceso de lucha por el aflojamiento que sigue
después de tomar situ, de soltarse y reprimir contradictoriamente,
el sinahé encomienda una vez más, a la
vez que frota con piciate10 las muñecas y codos, jalando
los dedos y tronándolos… Luego cada uno de los
participantes va, poco a poco, repitiendo las oraciones,
entrando en una especie de cámara de resonancia,
como escuchándolas en un eco y siguiéndolas de una
voz de dentro más que de fuera, aislando los sonidos
y poniendo al tiempo en cámara lenta. Es el tránsito a
un nuevo espacio de la conciencia, el paso de la rutina
en las relaciones a relacionarse en un estado donde el
significado de los sucesos cotidianos entra en un estado
emocional “intensificado”, el espacio ritual.
Poco a poco se da una homogeneización de intenciones
en la dirección de la curación del paciente. La
conciencia acrecentada abre espacios en los que las
voces se escuchan desde adentro y se confunden con
el exterior. Se produce una especie de fusión entre los
sentimientos y pensamientos de los participantes, de
manera que vivencias del otro parecen surgir de uno
mismo. La apertura de ese espacio permite acceder al
conocimiento de sucesos de vida y lugares comunes
para todo el grupo que participa del mismo espacio
de curación abierto por la expansión de la conciencia.
La revoltura de pensamientos, sentimientos propios
y ajenos es característica por tanto de este espacio
de conciencia ampliada. Desde el punto de vista de la
lógica racional, el proceso de curación se sume en
un caos, es decir, en un desorden para un nivel de
conciencia de la vida diaria, pero con una coherencia
propia que puede modificar posteriormente los rumbos
de comportamiento en los participantes. En ciertos
momentos, lo que son hechos confusos parecen alternarse
con pautas de naturaleza sincrónica que atan
sucesos con claridad y les dan dan luz explicativa. Las
cosas que ocurren no son casuales, la atención que se
les preste debe seguir otros caminos. Atestiguar más
que juzgar. No esperar ver referentes en causas conocidas.
Actuar al primer impulso sin titubeo o duda,
con convicción absoluta en lo que se hace. Parece que
la acción mueve a la creencia y no al revés. A veces se
abre un paisaje donde la luz se hace distinta de brillo
e intensidad y se participa en actos donde la forma de
hacer corresponde a una conciencia que está situada
fuera del pensamiento, directamente en el sentimiento,
sin un antes ni un después.
El proceso de curación continuaba. De pronto,
como en un salto, se abrió un espacio perceptivo
nuevo. Estaba sentado, el sinahé había apagado las
velas. La mujer estaba gimiendo, en la oscuridad total,
al rato lloraba y entre las líneas multicolores que llenaban
la visión, el sentimiento de profundo dolor
entraba en mi panza y me metía en otra dirección. El
hombre que les acompañaba susurraba. Se dirigía al
muchacho con súplica. Entonces se hizo evidente
para mí que él también se sentía enfermo. El joven paciente
permanecía como ausente del dolor de ambos.
La angustia de las muchachas provenía de distintos
orígenes. Del sentimiento amoroso de la más chica por
su madre, y de un especial rechazo de la joven embarazada
por todos los presentes, en especial un gran
coraje contra el joven enfermo. Trataba de salirse del
espacio abierto por la conciencia ampliada pero la
ingestión del situ11 impedía abandonar el escenario
acrecentado.
Los suaves silbidos del sinahé deshicieron la disarmonía.
Llamaron a cada quien a fijar la intención
por la que estábamos allí reunidos y a concentrarse en
lo primero que apareciera, a mantenerse en suspenso.
Cada silbido llevaba a niveles de mayor homogeneización
y luminosidad a la vez que nuevas vivencias se
agolpaban… La mujer volvió a llorar y se dirigió
cortante hacia el hombre, supe de su historia y su
dolor. Llevaba viviendo pocos años con aquel hombre.
Él le achacaba falta de gratitud ya que la había recogido
con sus dos hijos, niños todavía y habían sido
incorporados a su otra familia en Paso Cocuyo. Ella se
quejaba de la convivencia con la anterior esposa, del
trato que daba a sus hijos, especialmente las golpisas
al ahora enfermo. Escenas confusas de borracheras y
peleas entre el hombre joven y el viejo, inundaron mis
visiones… De pronto los caminos de la conciencia
acrecentada me llevaron a otro espacio. Era de día, en
un lugar de árboles, y estaban presentes coqueteando
el joven enfermo y la muchacha embarazada que no
tendría más de dieciséis años. Acto seguido apareció
el sentimiento de odio de la mujer y, por un momento,
se volteó con cara de rabia el enfermo. Fue fugaz. En
ese instante entraron las palabras del sinahé rezando
y armonizando de nuevo la dirección del grupo. Volví
a escuchar la voz que desde dentro retumbaba en mis
oídos con un eco nuevo. Todos los presentes compartíamos
el mismo espacio de conciencia unificada. El
sinahé nos orientaba en la búsqueda del lugar de la
enfermedad para sacarla afuera. Nuevos caminos
para la conciencia se abrían ante nosotros… Así, de
repente se configuró un nuevo espacio iluminado por
una luz intensa y pesada, era una escena como de
sueño. La forma de actuar de todos estaba interconectada,
parecía que se había perdido la individualidad.
A la vez que el sinahé se dirigía rápido hacia el paciente,
éste rompió a llorar y gritar igual que las
mujeres, no se cómo ya estaba incorporado y me vi
sujetando al joven por el brazo a la altura del hombro,
mientras el sinahé hacía girar un huevo en la nuca y
el otro hombre rezaba arrodillado ante el altar. Vomitábamos
alternativamente. La situación se fue calmando
entre los silbidos y oraciones del sinahé… En
un momento entramos en un estado de gran sosiego,
mientras el copal ardía y el sinahé, ahora sentado,
preparaba un pequeño paquete de ofrenda que sería
llevado al día siguiente ante el chicón de San Felipe por
todo el grupo. Luego nos pidió que atendiéramos a los
sueños y al día siguiente seguiríamos. Esto no era más
que un momento de la curación que se abría camino
hacia otro espacio, el lugar de dominio del chicón que
todavía retenía al enfermo…
Cuando caminábamos con el sol en lo alto yo lo
hacía sin saber hacia donde nos dirigíamos. Quizá
porque desconocía aquellos parajes. Sólo me movía
por inercia sin oponer voluntad. El grupo marchaba
en silencio, en fila y detrás del sinahé, despacio y
atentos. Dejamos unos potreros y entramos en un
tramo de bosque con plantas y árboles de varias alturas.
El calor bajó en intensidad, los sonidos aumentaron
y la luz cambió el tono. Era más agradable a
pesar de no seguir camin
os y tener que ir sorteando
alta maleza, concentrando la atención en un estado de
alerta. El sinahé, aunque despacio, parecía moverse
reencontrando un camino conocido para él. Mas que
andar un camino daba la impresión de desandar uno
para encontrar otro. Llegamos a un lugar más libre de
maleza. Se detuvo un rato, dio vueltas y regresó con
una vara, hizo un círculo apenas visible en el suelo y
nos pidió colocarnos en torno a ese espacio. Prendió
veladoras y copal y las dispuso junto a leves restos
anteriores. Llevó unas pequeñas bolsas y al rato
regresó sin ellas. Comenzó oraciones e invocaciones.
Llamaba e imploraba al chiconindú, acompañado de
movimientos de sus brazos. Acercó luego al enfermo y
le limpió con las velas del día anterior. La emoción era
intensa, el espacio cobraba otra resonancia. La joven
esposa estalló a llorar y pedía perdón y rogaba al lugar
para que devolviera el daño que su madre y hermanos
habían encargado. Repetía y repetía sus nombres. Ella
se ofrecía para quedar a cambio en el “lugar” de su
marido. El momento era de tal intensidad que todos
lloramos. Se acercó al joven rodeándole. El sinahé,
entregando las velas a la madre del enfermo, juntó las
manos de la muchacha y las alzó por un rato mientras
mascullaba unas oraciones y su propio monólogo con
el dueño del lugar. Luego recorrió con ellas el cuerpo
del muchacho deteniéndose sobre la cabeza y en la
región abdominal. No había inquietud en los presentes…
Hasta aquí el relato del proceso curativo en estado de
conciencia acrecentada. Más tarde, el sinahé explicó
que vio el lugar esa noche en sueños y que el chicón que
retenía el espíritu no tenía pleito directo con el joven,
que era un “trabajo” mandado por la familia de la
esposa y por tanto más fácil que devolviera el espíritu
si salía la verdad, si se arrepentía la muchacha.
Tiempo después, me enteré que el joven matrimonio
se regresó a vivir a San Felipe y que tuvo que curar
tanto al padrastro como a la madre del muchacho.
Como parte de este trabajo me propuse exponer
varios momentos de un mismo proceso de curación. El
arranque muestra la llegada del grupo de chuta énima
y la aceptación del caso por parte del sinahé en la
primera parte del diagnóstico en la que éste indaga
acerca de la naturaleza de la enfermedad así como de
los acompañantes, tanteando las posibilidades de sanación.
El sinahé entra en un estado de conciencia
acrecentado a través de las oraciones e invocaciones y
es ayudado por los maíces que le guían en el trance con
sus espíritus protectores y escucha sobre las causas
del mal. De esta manera sabe en qué dirección buscar
la sombra del enfermo y pide a los espíritus protección
para sí mismo y para los pacientes. El sinahé entra en
los espacios de la conciencia acrecentada primero
solo, tantea al chiconindú que retiene el espíritu del enfermo
y, en este tiempo, el grupo de curación participa
en un nivel de conciencia ordinario. La descripción
que formulo en esa primera parte del trabajo corresponde
a un nivel que recoge el relato formal del proceso
curativo.
La continuación del ritual nocturno entra en un
espacio en el que se necesita una descripción desde
múltiples lugares simultáneos y donde el tiempo parece
seguir pautas de saltos más que secuencias organizadas
en cadenas. Igualmente los espacios se
abren a una nueva percepción simbólica. La participación
del etnógrafo en el proceso de la conciencia
acrecentada lleva a una descripción desde la experiencia
que debe integrarse con la visión externa de la
realidad ordinaria sin resultar excluyente. La interpretación
cultural debe fundir los distintos espacios
de conciencia en ritmos de la vida social cotidiana.
En un mismo trayecto de curación se incorpora
el grupo conjuntamente, adentrándose junto con el
sinahé en las profundidades de la conciencia acrecentada
al comer el situ. En el ritual, el trance es colectivo,
pero mientras el sinahé entra y sale como en un
dormir y despertar, el resto de los participantes permanecen
en tal estado. La tarea del sinahé consiste en
mantener abierto el mismo campo de conciencia para
todos los participantes, sosteniendo la intención curativa
como dirección del proceso. El ritual hace caer
las máscaras de la vida cotidiana, rompe el miedo que
mantiene la represión de comportamientos culturales.
Durante el proceso curativo se exacerban los sentimientos,
hace crisis la rutina. Los efectos no son transitorios.
Los rituales no son solamente parte de la
curación física y emocional sino que curan relaciones
y comportamientos sociales en una continuidad que
va más allá del espacio de conciencia acrecentada.
En este sentido, la curación que practican los sinahé
mazatecos participa de claros elementos de los
que plantearan en un momento los precursores del
chamanismo.
Tras Eliade que tomaba la posición de explicar al
chamán desde la perspectiva religiosa extática, el estudio
del chamanismo se desplaza en la década de los
setenta a estudiar los procesos de curación con características
chamánicas desde muy diversos ángulos.
Uno de ellos consiste en abordarlos desde el plano del
trance del grupo en su conjunto, y recibir la multivocidad
de los símbolos en el nivel de conciencia en
que se mueve la totalidad dentro de la curación. Para
Eliade, el chamanismo se reducía prácticamente a la
figura del chamán, y lo caracterizaba en soledad, a
la manera de un místico cristiano, en su experiencia
fenoménica de ascesis ante Dios. Pasó por alto la
significación que pueden tener en su propia cultura y
el hecho de cómo la intención del chamán genera símbolos
en cada grupo de curación con su correspondiente
impacto en la vida diaria.
Después de esto, con los trabajos de Harner, Halifazx,
Hultkranz y otros, en la década de los setenta
aparece una nueva concepción, la que se aproxima al
chamanismo a partir del ambiente de la conciencia
acrecentada. El trance en el que entra el grupo en
torno al mismo chamán establece una nueva dinámica
para la comprensión de este tipo de curaciones
en sus contextos culturales y proporciona un lenguaje
que posibilita el entendimiento directo e instantáneo
entre los miembros participantes dentro de un mismo
proceso de curación. Puede significar además, un intento
de aproximación etnográfico de nueva complejidad
para el análisis, que incluye el romper las barreras
sujeto-objeto.
El abrirse a conceptualizar los espacios del trance
de curación, responde a esta nueva perspectiva que se
abre ante los estudiosos de la conciencia acrecentada,
y que expresa la posibilidad de acercamientos etnográficos
a los procesos chamánicos de curación en diferentes
contextos culturales.
En los espacios que se abren durante los procesos
de curación en los que se expande la conciencia se difuminan
las barreras entre estar adentro y afuera. El
lugar físico se funde en un nuevo espacio en el que, en
el transcurso de la curación con situ, aparecen nuevos
elementos que pueden ser significativos para los involucrados
en la sanación. Los espacios que se abren
con la conciencia ampliada hacen posibles encuentros
con seres de naturaleza incorpórea, que explican
en la cultura de los chuta énima causas de enfermedad.
Es en esta dirección donde introduzco la noción de
“espacios de la conciencia amplificada”, con la intención
de captar los procesos de curación en los que
p
ensamiento, emoción y espíritu se manifiestan de
forma simultánea.