El formador de adultos

 

EL FORMADOR DE ADULTOS COMO BARQUERO DEL SENTIDO

Como barquero del sentido y mediador del significado, el formador de adultos, a lo largo de sus diferentes vías de formación, está abierto a tres tipos de dudas: una duda científica, una duda metodológica, una duda ontológica.

La duda científica

El formador de adultos es, por experiencia, pluridisciplinar y transdisciplinar. Sus múltiples contactos con la realidad le han hecho descubrir que en el ámbito de las ciencias humanas, una sola mirada jamás podrá agotar la realidad en su flujo permanente y en su incertidumbre radical. La exploración que ha debido llevar a cabo de las diversas ciencias humanas y sociales le ha dejado sumido en la duda. Por lo que concierne a una sola disciplina, ha tomado conciencia con prontitud de las diversas corrientes que la atraviesan así como de las oposiciones y disputas, a veces caprichosas, que la animan. Poco a poco, se ha ido haciendo una idea de la corriente disciplinar que, en una sola ciencia, le parece más apropiada en relación con los hechos con los que se encuentra en su práctica profesional. Ahora bien, ésta última le ha obligado a ampliar su punto de vista y a recurrir a otras disciplinas e incluso a otras visiones del mundo no racionales, más imaginarias y poéticas. A partir de este momento, el formador de adultos rechaza cualquier discurso fundado en la idea de una verdad absoluta, tan querido, por otra parte, por algunos eruditos dogmáticos. Lo real le parece más profundo y más complejo que cualquier explicación científica. A fin de cuentas, la ciencia sólo proporciona una interpretación de lo real, y a esto se le llama realidad objetiva. ¿Pero en qué consiste la realidad objetiva de un quartz o del apego del bebé a su madre? ¿Y la realidad objetiva de la persona que morirá en las próximas horas o de la que sufre ante la pérdida de un ser querido? ¿Qué ciencia puede dar cuenta de un hecho material o psicológico de este tipo?

La duda metodológica

¿Cómo abordar el hecho humano sin traicionarlo? ¿Cómo escuchar y comprender algo que pertenece al ámbito del instante, de lo efímero y de lo no permanente?

Con prontitud, el formador de adultos se apercibe de la vanidad de todos los métodos de investigación en ciencias humanas. No es que renuncie a ellos; simplemente los sitúa en su justo lugar, esto es, el de asegurar unos puntos de referencia seguros y estables ante el miedo a lo desconocido. El formador sabe que la formación de adultos implica una apertura ininterrumpida al no-saber y al no-saber-hacer. El gusto por la improvisación. La ausencia de miedo ante la comprensión del otro.

La duda ontológica

Este proceso que le introduce en la complejidad de la vida educativa supone también un cuestionamiento radical del propio formador. Se trata de un proceso de desarraigo de todas sus certidumbres familiares, sociales, filosóficas, epistemológicas. Antes o después, el formador de adultos se ve confrontado a la realidad de su propio ser. ¿Quién es, hacia dónde va y, en última instancia, qué quiere? ¿De qué tiene miedo? ¿De qué intenta huir? ¿Qué sistema de poder pone en práctica para protegerse? ¿Qué le impulsa para tener la pretensión de formar a los demás? ¿Qué legitimidad tiene esta pretensión? ¿Qué discurso defiende y qué función social cumple? ¿A qué intereses sirve?

Los formadores de adultos que dejan su trabajo en este momento porque responden negativamente a todas estas preguntas son sin duda los mejores y los más valientes. ¿Tal vez por ello serán los más competentes en la educación de sus propios hijos?

Porque llegan a ser educadores en el verdadero sentido del término.

El educador pretende cuestionar al otro (y a sí mismo) sobre el modo en que se educa, de manera concreta, en el día a día.

Educarse consiste en el hecho de que una persona se hace cargo, de una manera directa y activa, de ella misma y de su realidad. Educarse quiere decir dar un sentido a su vida a través del encuentro y del diálogo con los diferentes saberes y con el saber-hacer relevantes del capital cultural de la humanidad. Educarse quiere decir también abrirse al cuestionamiento de uno mismo y acceder al conocimiento de su ser esencial a través de los sufrimientos y de las alegrías de la vida cotidiana y en el encuentro con lo otro y con los otros. Más aún, educarse implica una dialógica permanente entre estas dos zonas de la educación que se sitúan en una especie de lógica de la bipolaridad antagonista y complementaria, tan apreciada por Stéphane Lupasco: una interpelación del saber-hacer y de los saberes por medio del conocimiento de uno mismo y una interpelación de uno mismo por medio del saber-hacer y de los saberes. Desde esta perspectiva, el educador es un ser en movimiento, siempre en estado de inacabamiento. Todo educador está necesariamente en un estado de neotenia ontológica. Su impulso fundamental consiste en llegar a ser el autor de su vida material, intelectual y espiritual. Este sentido de la “autorización”, del que habla Jacques Ardoino, desemboca a mi juicio en su dimensión más importante: la autorización noética, o llegar a ser el propio autor de su vida espiritual, concebida no como la exigencia de un dogma o de un ritual religioso, sino como una experiencia incesante de realidad, cuyo fin nunca podemos atisbar. Este proceso lo podemos ver realizado en buen número de nuestros contemporáneos considerados como hombres destacables, como Carl Gustav Jung, Sri Aurobindo Ghose o Jiddu Krishnamurti, sin hablar de muchas otras personas, desde el momento en que aceptamos preguntarles en relación con esta cuestión (Joëlle Macrez ).

EL FORMADOR DE ADULTOS Y EL “PUNTO T DE EXISTENCIA”

Todo ser humano se fabrica una representación de lo que es. La vida en esta Tierra sigue siendo para el hombre algo muy misterioso; éste explora sin cesar sus profundidades abisales. Para ello, emplea como instrumentos la ciencia y la tecnología, la literatura, el arte, la mística y la reflexión filosófica. Esta confrontación con la vida le proporciona las bases de su identidad radical y ontológica. Sin esta identidad, el ser humano no sería capaz de conocer el sentido de su vida aquí abajo. Este proceso de encuentro con el mundo, más allá de la fusión con la imago materna del infans, es de igual forma un proceso de emergencia de su propio ser. Así pues, el ser humano se da cuenta de que todo es relación y de que, como dicen lo psicoanalistas, “todo es lenguaje” (Françoise Dolto). Cada percepción, cada concepto o símbolo, así como cada interpretación, dependen de una posición en un campo de posiciones. La única forma de conocer consiste, pues, en entrar en relación con toda lucidez y en resituar esta relación en un campo de relaciones más amplio. Llevado al límite, el campo de relaciones está constituido por el universo en su conjunto. Ningún elemento existe en sí mismo en el universo. Todo elemento es engendrado relacionalmente en una interacción permanente con los otros elementos. Lo que confiere sentido no es, por tanto, el elemento extraído convencionalmente de un conjunto de elementos, sino el sistema de relaciones que mantiene este elemento con la totalidad de su ambiente, del más próximo al más lejano. Esta perspectiva epistemológica funda la ecología y permite comprender la pertinencia en ciencias humanas de ciertas te

orías muy en boga en la actualidad, como por ejemplo el interaccionismo simbólico o la etnometodología. En una obra reciente, Gregory Bateson, abriéndose a una filosofía oriental de la vida, habla de la unidad sagrada en relación con su ecología del espíritu. Bateson ofrece un ejemplo preciso del carácter esencial de la relación entre los objetos al hablar de un cántaro situado encima de una mesa. Se trata de un entrelazamiento de las diferencias que expresa la mera existencia de la relación, y no únicamente de los elementos que parecen separados .

Pero esta epistemología es trágica, porque, para retomar el aforismo de René Char, “la lucidez es la herida más cercana al sol”, la lucidez aquí preconizada desemboca en el no saber del mundo y de sí mismo. Somos, y seguiremos siéndolo durante mucho tiempo, un misterio en el mundo y para nosotros mismos.

La “herida” que habrá de ser “curada” imaginariamente es la realidad visible de la muerte y la vanidad de nuestras realizaciones y de nuestros poderes sobre el mundo. En verdad, representa una herida que nadie es capaz de encerrar en nuestra esfera de pensamiento. Al ser humano sólo le es dado, estoicamente, a la manera de los estoicos de la Atenas del siglo III antes de Cristo, verse frente al “Abismo, el Caos, el Sin fondo” (C. Catoriadis) y mantenerse en pie. Esta herida funda en gran parte el desconcierto moral e intelectual de nuestro mundo occidental que, precisamente, ha basado la casi totalidad de su existencia en la negación de esta herida.

Pero se trata de una herida “cercana al sol” porque el sufrimiento que engendra es de tal intensidad, en el caso de ser reconocida, que nos obliga a ir más allá del no-sentido. En la actualidad, hemos llegado a este punto de no retorno en nuestra civilización planetaria. Esto es exactamente lo que propone el maestro zen a su discípulo en un koan o mondo. ¿Cuál es la esencia de la budeidad?, pregunta el discípulo, y el maestro responde: “El ciprés está en medio del jardín”.

Una representación de la vida

Sobre esta cuestión absolutamente personal, cada educador, cada investigador en ciencias humanas, debería sin duda aceptar manifestar cuál es su actitud filosófica, pues sólo a partir de ésta el investigador organiza su mundo y entra en relación con él. No resulta baladí recordar, por ejemplo, que Gregory Bateson acaba su existencia en una comunidad zen; que Rupert Sheldrake ha decidido vivir en La India; que David Bhom ha escrito un libro en colaboración con Krishnamurti sobre los “límites del pensamiento” y que Fritjof Kapra ha escrito El Tao de la física.

Desde mi punto de vista, la Vida es la energía organizada que es al mismo tiempo conciencia. Pero no conciencia de algo, sino Conciencia de ser, es decir, Conciencia no intencional. Yo no “tomo conciencia de” por un efecto de mi voluntad, sino que yo soy la conciencia misma en tanto que emerjo en la vida real. Vivir y ser consciente son hechos de la misma naturaleza, de una manera intrínseca y recíproca. En el meollo de esta presencia en el mundo encontramos una actitud meditativa, un silencio interior, para los cuales la meditación filosófica más occidental, de base reflexiva, no es inútil . El máximo de intensidad vital significa un máximo de intensidad de conciencia. La tarea de cualquier propuesta relacionada con la sabiduría [sagesse] consiste en realizarla en una existencia terrestre. Como afirma Krishnamurti, necesitamos comprensión y atención hacia lo que es, y no creencias en ideas y en maestros.

Esta Energía-Conciencia es al mismo tiempo amor desinteresado y libertad, con consecuencias de creación y de destrucción de las formas fenoménicas en un movimiento permanente.

La Vida (o el Ser) es esencialmente dinámica y múltiple, lo que no quiere decir que no sea Una, como el océano animado sin cesar por corrientes y mareas con un número infinito de olas. Pero la Vida no es una “multiplicidad genérica”, como piensa Alain Badiou en su Court Traité d´ontologie transitoire , sino más bien la unitas multiplex de Edgar Morin. Este dinamismo se expresa mediante un doble proceso. Por una parte, actualiza fuerzas potencializadas. Por otra parte, potencializa fuerza actualizadas. Pero en este doble proceso relacionado, nada se pierde, nada se crea. En tanto que energía-materia-conciencia (E-M-C) dinamizada por la velocidad de la luz elevada al cuadrado, como indica la fórmula de Einstein (E= MC2), la Vida, o lo Real, es desde siempre un movimiento permanente de actualización y de potencialización. Jamás ha habido un Dios creador diferente del imaginario presente en esta representación del mundo. El big-bang, cuya supuesta fecha (quince mil millones de años) plantea problemas en la actualidad a los astrofísicos en relación con la fecha de formación de ciertas estrellas primitivas, es sólo un epifenómeno de actualización en relación a lo Real, incluso si parece haber engendrado lo que nosotros podemos percibir con nuestros instrumentos sofistificados, y sin embargo insuficientes. No existe ni paraíso ni infierno. No hay otros mundos intermedios (ángeles, demonios, entidades diversas) diferentes de los que creamos por medio de nuestra imaginación. Pero es cierto que si los creamos y creemos en ellos, si los reproducimos por medio de nuestros sistemas de educación, existen y tienen consecuencias en nuestro mundo natural, social y simbólico. Por ello, hace falta, como propone Edgar Morin, comprender nuestros mitos y símbolos, y vivir con ellos. La mayor parte de las sectas fundan su autoridad sobre esta creencia alimentada por un repertorio de ritos, de grandes maestros convenientemente jerarquizados y por una pompa espectacular y legitimadora. En este ámbito, la sociología es el bisturí de lo sagrado instituido.

Existir consiste en actualizar el flujo nouménico de la Vida. Nacer es el comienzo de una existencia fenoménica, de una nueva forma, es decir, de un proceso de actualización de la energía. Morir es el fin de ello, es decir, su potencialización. Esta energía-materia-conciencia, extraordinariamente misteriosa y organizada, y a la que llamamos ser humano, existe desde el nacimiento hasta la muerte por medio de una serie de actualizaciones y potencializaciones energéticas del flujo de la Vida.

La muerte singular, la “muerte íntima” ?como escribe Marie de Hennezel – de un ser humano, constituye en un primer momento (la agonía) una formidable condensación de la energía existencial que se potencializa a medida que el existente va hacia su muerte. Es la fase de desapego de las “cosas de la vida” que encontramos en los moribundos conscientes de su fin próximo. En el momento de la muerte ?este punto virtual entre la potencialización y la actualización de lo Real-, todo sucede como si la existencia se hubiese densificado de una manera completa en un solo punto que potencializa todas las actualizaciones. Así, llega el momento de un estallido posible, de un “big-bang” psíquico, que actualizará igualmente, y de repente, toda esta energia potencializada. El budismo tibetano reconoce la importancia de este fenómeno, en las etapas de su Libro de los Muertos, lo que implica el acompañamiento del moribundo por parte de una persona iluminada. ¿Acaso no es esto lo que viven los que han regresado de las Near Death Experiences (N.D.E.), esas “experiencias en el umbral de la muerte”, cuando hablan de una Luz intensa y generosa?

Planteamos el postulado de que la realización del sabio ?la Iluminación- es la toma de conciencia de la Conciencia-energía, que se actualiza totalmente en el momento de este punto virtual experimentado en su dimensión simbólica y psíquica, en la existencia misma. Evident

emente se trata de una experiencia de muerte psíquica del ego. Si la Iluminación es integral, no hay residuo. En este caso, ya no habrá “sueño de vida”. Es la liberación, el Nirvilkalpasamadhi de la tradición bramánica, la acogida del Nirvana, la realización del “pensamiento del no-pensamiento” (hishiryo en la tradición japonesa) del liberado-viviente que, en la tradición budista, ya no se reencarnará más. Filosóficamente, él permanece para siempre en el universo nouménico, pero ¿cómo calificar este “él” del cual hablo? “De lo que no podemos hablar, es mejor callar”, como escribe Ludwig Wittgenstein en su Tractatus lógico-philosophicus…

Algunos liberados-vivientes aceptan, por compasión, retrasar su inmersión total en lo Real para ayudar a los seres que sufren por su ignorancia. Se les llama los bodhisattvas en la tradición oriental.

El amor humano fundado sobre el deseo es una manifestación de este doble proceso de potencialización y de actualización de la Vida. El deseo es el motor de la atracción y de la repulsión, del placer y del sufrimiento, cuyos elementos se superponen sin llegar a recubrir de una manera completa la actualización y la potencialización existenciales.

Lo que atrae a un ser humano hacia otro ser humano es lo que parece faltarle, pero que, de hecho, es potencializado en él. La noción de “carencia” en la psicología de las profundidades está ligada a la ignorancia de la realidad ontológica. Para el sabio, paradójicamente, todo está vacío, pero a él no le falta nada.

En un cierto momento de su itinerario de profundización, el formador de adultos alcanza lo que llamo su “punto T de existencia”.

Se trata de un punto de equilibrio en el desequilibrio de cualquier vida en acto: equilibrio entre el cuerpo y la mente; equilibrio entre la razón y el imaginario; equilibrio entre el pensamiento y lo sensible; equilibrio entre lo material y lo espiritual; equilibrio entre el futuro y el pasado en un presente recompuesto; equilibrio entre la temporalidad y lo instantáneo; equilibrio entre el grupo y la persona; equilibrio entre la vida de fuera y la de dentro; equilibrio entre su principio masculino (animus, yang) y su principio femenino (anima, yin); equilibrio entre su homo demens y su homo rationalis; equilibrio entre la asunción de la ignorancia y la de la verdad relativa.

Evidentemente, este estado T de equilibrio no es más que un punto virtual. En la vida real, la existencia intenta realizar sin cesar este punto T en las propias entrañas de un desequilibrio permanente de toda vida en acto. La confrontación con los deseos de uno mismo y de los otros, el afrontamiento de las duras pruebas de la realidad cotidiana, los azares y los riesgos derivados de los acontecimientos repentinos, ponen en duda y relativizan cualquier certidumbre en este terreno. Sin embargo, el formador de adultos que se aproxima a su punto T de existencia parece estar animado por un principio que denomino el “principio de sensibilidad”.

El “principio de sensibilidad”

Podemos imaginar varias formas de plantear principios éticamente válidos en educación. Hans Jonas habla del “principio de responsabilidad” para todos los ciudadanos del mundo. Enrst Bloch formula el “principio esperanza” para poder trascender el fatalismo social. Freud propone el “principio de Nirvana”, el “principio de placer” en su economía de la energética sexual. Personalmente enuncio el “principio de sensibilidad” para todo lo que concierne a las situaciones educativas .

Comprende diez puntos clave:

1) La atencionalidad más que la intencionalidad: enraizarse en la atención y la presencia instantánea; desarrollar en todas las situaciones una visión de religación holística, totalizante, compleja y procesual. Criticar todo proyecto que contradice la unidad de lo viviente.

2) La simbólica de la vida: saber existir según la lógica del intercambio simbólico en el instante de la relación con el mundo y con los otros: dar, recibir, restituir. Saber “habitar poéticamente el mundo” (véase Hölderlin y Heidegger).

3) Vibrar: aceptar ser afectado por lo que es, sin a priori (belleza, fealdad, crueldad, bondad…). La sonrisa de la Joconda es magnífica, pero la forma erizada del virus del sida es igualmente de una belleza aterradora.

4) Ser el propio cuerpo: saber observar lo sensorial y el imaginario (enmascarador y creador) tanto en uno mismo como en los demás.

5) Liberarse del miedo hacia lo desconocido y saber actuar con humor. Comprender el sentido de la improvisación mitopoética como superación de la angustia de muerte y creación de un ser abierto a la vida.

6) No temer vivir las emociones (risas, llantos) cuando se presentan, pero sin apegarse a ellas y sin reforzar el lado espectacular de la vida emocional.

7) Reflexionar sobre la diversidad de la vida en términos de bipolaridad antagónica y de enfoque paradójico (como lo proponen tanto la escuela de Palo Alto como Stéphane Lupasco o las sabidurías chinas tradicionales).

8) Aceptar incondicionalmente al otro en una “onda de compasión” permanente, que ha de ser objeto de descubrimiento en la acción, el comportamiento y la actitud justas.

9) Partir del principio de congruencia respecto de uno mismo, abriéndose a la mediación/desafío respecto de los demás.

10) Dejar que llegue a nosotros El Gran Azul: saber vivir y meditar en el silencio de los grandes fondos sin imagen ni concepto, anterior a toda acción o a toda palabra.

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