Conversación con Motovilov

(Introducción por Irina Gorainov. El resto del relato, narrado por el mismo Motovilov.)

Nicolás Motovilov era hijo de nobles. Cursó estudios universitarios, vivió como se vive en el mundo,erró y sufrió. Afligido por una enfermedad incurable en aque­lla época -probablemente una osteoesclerosis-, consultó inútil­mente, según decía, a los alópatas, los homeópatas y los ciruja­nos más famosos de Rusia y del extranjero. Desesperado, se hizo llevar a Sarov para pedir las oraciones del célebre staretz Serafín.

Así lo cuenta él mismo:

«Llegué al Desierto de Sarov el 5 de septiembre de 1831 -es­cribe en sus Memorias-. Tuve la dicha, los días 7 y 8 de sep­tiembre -fiesta de la Natividad de la Virgen- de tener dos charlas con el padre Serafín, antes y después de comer, en su celda; pe­ro no obtuve la curación. Al día siguiente, 9 de septiembre, me llevaron a su «pequeño Desierto», cerca de la fuente. Estaba conversando con la gente que le rodeaba. Me llevaban en brazos cuatro de mis hombres, mientras que el quinto me sostenía la ca­beza. Me dejaron sentado junto a un abeto grande, que se ve to­davía a orillas del río Sarovka, en el prado donde solía estar el staretz. Cuando le pedí que me curara, me respondió: « Yo no soy médico. Cuando uno quiere curar de una enfermedad cualquiera, recurre a los médicos».

El joven le confesó sus fracasos con los médicos y le dijo que su única esperanza era la gracia de Dios, por medio de las ora­ciones del staretz.

«Me hizo entonces una pregunta, continúa Motovilov:

– ¿Crees en nuestro Señor Jesucristo, que es Dios-Hombre, y en su santísima Madre, que es siempre virgen?

Le respondí:

– Creo.

– ¿ Y crees, siguió preguntando, que el Señor que en su tiem­po, curaba inmediatamente las enfermedades de los hombres con una sola palabra y un solo gesto, puede con la misma facilidad de entonces ayudar a los que le suplican? ¿ y que la intercesión de su Madre santísima es siempre todopoderosa y que, en virtud de esta intercesión, nuestro Señor Jesucristo puede devolverte la salud inmediatamente, con una sola palabra?

Le respondí que creía de verdad, con todo mi corazón y toda mi alma. De lo contrario, no habría venido.

– Si crees, dijo como conclusión, ¡ya estás curado!

– ¿ Cómo curado, le pregunté, si mis hombres e incluso usted me sostienen en brazos?

– No, me dijo; estás completamente curado; todo tu cuerpo está ahora sano.

Ordenó a mis hombres que se alejasen y, tomándome por los hombros, me puso en pie.

– Levántate; pon tus pies en el suelo. Así. . . No tengas miedo, ¡estás completamente curado! Luego añadió con una mirada ri­sueña: ¡Ya ves lo bien que te sostienes!

– Seguro que me sostengo, ya que me sujeta usted, le respondí. Pero él, retirando sus manos:

– Ahora no te sujeto. Y estás de pie sin que te ayude. Camina sin miedo. Dios te ha curado. ¡Anda! ¡Camina!

Me dio la mano y, empujándome ligeramente por la espalda, me hizo dar algunos pasos por la hierba y en un terreno desigual cerca del abeto, repitiendo: Amigo mio, ¡ya ves lo bien que caminas!

– Sí, porque usted tiene la bondad de conducirme.

– No (retiró la mano). El Señor te ha curado por completo. Se lo ha pedido su santa Madre. Ahora puedes caminar sin mi ayu­da. ¡Anda! y me empujaba para que avanzase.

– Me voy a caer y me voy a hacer daño.

– No, no te caerás, no te harás daño. Caminarás con pasos firmes.

Me sentía lleno de una fuerza nueva y entonces me puse a ca­minar. Pero él me detuvo.

– Basta. ¿Estás convencido ahora de que el Señor te ha curado de veras? Ha sido un milagro. Lo ha hecho por ti. Te ha perdona­do los pecados y ha borrado todas tus iniquidades. Por tanto, cree en él; espera en su bondad, ámalo con todo tu corazón y da gra­cias a la Reina de los cielos por su favor. Sin embargo, como es­tás débil después de tres años de sufrimiento, no andes demasia­do por ahora y vela por tu salud como si fuera un regalo precioso de Dios.”

Te ha perdonado los pecados y ha borrado todas tus iniquida­des, dijo el staretz. En el hombre psico-somático, los pecados y los males físicos muchas veces no son más que una cosa. Cuando curó al paralítico, Jesús les preguntó a los fariseos: ¿Qué es más fácil? ¿Decir: ‘Se te han perdonado los pecados’ o ‘levántate y anda’? (Lc 5,23). Sólo se requiere una cosa: la fe».

El padre Serafín hacía con insistencia esta pregunta, tanto a Manturov como a Motovilov: “¿Crees?”. Una vez cumplido el mi­lagro,decía lo mismo que Jesucristo: ‘Tu fe te ha salvado’.

Así pues, el alma de Motovilov estaba enferma, como su cuer­po. ¿Cómo lo sabía el padre Serafín?. Un staretz posee la facultad de ver a un hombre tal co­mo es en realidad y no como él se cree o como tiene la pretensión de presentarse. «Nuestras virtudes visibles, pero irreales, nos im­piden luchar contra nuestros pecados invisibles, pero reales», de­cía el metropolita Filaretes de Moscú. Un asesor espiritual superficial y con prisas se contenta con lo que ha captado en su conciencia y trata a esa imagen estereotipada y engañosa que le presenta el penitente; mientras que un staretz, por un don especial, ve a ca­da persona como la ve Dios e intenta ayudarla a liberarse de sus trabas ocultas.

Nicolás Motovi­lov , una vez curado y lleno de agradecimiento, venía con frecuencia a ver a su bien­hechor. Fue en una de esas visitas, a finales de noviembre de 1832, casi un año antes de la muerte del staretz, cuando tuvo lugar la célebre conversación sobre la finalidad de la vida cristiana. Y es la siguiente, escrita por él mismo después de un encuentro con Serafín:

CONVERSACION CON MOTOVILOV

Era jueves. El cielo estaba gris. La tierra se hallaba cubierta de nieve y seguían cayendo espesos copos cuando el padre Sera­fín comenzó a conversar conmigo en un claro del bosque, cerca de su «pequeña ermita», junto al río Sarovka, que corría al pie de la colina.

Me hizo sentar en el tronco de un árbol que acababa de talar y él se acurrucó ante mí.

– El Señor me ha revelado, dijo el gran staretz, que desde tu infancia estás deseando saber cuál es la finalidad de la vida cristiana, y que varias veces has preguntado sobre este tema incluso a personas muy altas en la jerarquía de la Iglesia.

Tengo que decir que esta idea me perseguía desde los doce años y que, efectivamente, había hecho esta pregunta a varias personalidades eclesiásticas, sin recibir nunca una respuesta satisfactoria. El staretz lo ignoraba.

– Pero nadie, prosiguió el padre Serafín, te ha dicho nada con­creto. Te aconsejaban que fueras a la iglesia, que rezaras, que vi­vieras según los mandamientos de Dios, que hicieras el bien. Esta es, te decían, la finalidad de la vida cristiana. Algunos incluso desaprobaban tu curiosidad, creyendo que estaba fuera de lugar y que era impía. Pero se equivocaban. Yo, miserable Serafín, te voy a explicar ahora cuál es realmente esta finalidad.

La oración, el ayuno, las vigilias y otras actividades cristia­nas, por muy buenas que puedan parecer en sí mismas, no constituyen la finalidad de la vida cristiana, aunque ayudan a conseguirla. La verdadera finalidad de la vida cristiana consiste en la adquisición del Espíritu Santo de Dios. En cuanto a la oración, el ayuno, las vigilias, la limosna y las demás buenas obras hechas en nombre de Cristo, no son más que medios para la adquisición del Espíritu Santo.

Conviene que sepas que una sola buena acción hecha en nom­bre de Cristo nos proporciona los frutos del Espíritu Santo. (…)Es preciso llamar a una buena acción «recolección» o «cosecha», porque, aunque no se haga en nombre de Cristo, si­gue siendo buena. Dice la Escritura: «En cualquier nación, el que respeta a Dios y obra rectamente le es grato» (Hch 10, 35). El centurión Cornelio, que temía a Dios y obraba según la justicia, fue visitado por un ángel del Señor mientras estaba en oración. (…).

La adquisición del Espíritu Santo

Así pues, la verdadera finalidad de nuestra vida cristiana con­siste en la adquisición del Espíritu de Dios, mientras que la ora­ción, las vigilias, el ayuno, la limosna y las demás acciones vir­tuosas hechas en nombre de Cristo no son más que medios para adquirirlo.

– Pero, ¿qué cosa es la adquisición?, le pregunté al padre Se­rafín. No acabo de comprenderlo.

– Adquirir es lo mismo que obtener. ¿Sabes lo que significa adquirir dinero? Con el Espíritu Santo es lo mismo. Para las gen­tes comunes, la finalidad de la vida consiste en adquirir dinero, ganarlo. Los nobles, además, desean obtener honores, insignias de distinción y otras recompensas concedidas por los servicios prestados al Estado. La adquisición del Espíritu Santo es también un capital, pero un capital eterno, dispensador de gracias; muy parecido a los capitales temporales y que se obtiene por los mis­mos procedimientos. Nuestro Señor Jesucristo, Dios-Hombre, compara nuestra vida con un mercado y nuestra actividad en la tierra con un comercio. Nos recomienda a todos: «Negociad has­ta que yo venga, aprovechando el tiempo, porque los días son in­ciertos» (Lc 19, 12-14; Ef 5, 15-16); en otras palabras: Procurad obtener bienes celestiales negociando con las mercancías terrenas. Esas mercancías terrenas no son más que las acciones virtuosas hechas en nombre de Cristo y que nos proporcionan gracia del Espíritu Santo.

La parábola de las vírgenes

En la parábola de las vírgenes prudentes y las vírgenes necias, (Mt 25, 1-13), cuando se les acabó el aceite a estas últimas, dijo: “Id a comprar al mercado”. Pero, al volver, encontraron cerrada la puerta de la cámara nupcial y no pudieron entrar. Algunos piensan que la falta de aceite de las vírgenes necias simboliza la insuficiencia de acciones virtuosas en su vida cotidiana.

Esta interpretación no es totalmente justa. ¿ Qué falta de acciones virtuosas podía haber en ellas, si se les llama vírgenes, aunque fueran necias?. Yo, miserable, creo que lo que les faltaba era precisamente el Espiritu Santo de Dios. A pesar de practicar las virtudes, aquellas vírgenes, espiritualmente ignorantes, creían que la vida cristiana consiste en determinadas prácticas. Hemos obrado de forma virtuosa, hemos hecho obras piadosas, pensaban, pero sin preocuparse del Espíritu Santo (…). De este género de vida, basado únicamente en la práctica de las virtudes morales, sin un examen minucioso para saber si proporcionan -y en qué cantidad- la gracia del Espíritu de Dios, se dice en los li­bros patrísticos: «Algunos caminos que parecen buenos al princi­pio conducen al abismo”(Prov 14, 12).

El mismo Espíritu Santo viene a habitar en nuestras almas, (…) según la palabra inmutable de Dios: «Yo vendré y habi­taré en ellos y seré su Dios y ellos serán mi pueblo» (Ap 3, 20; Jn 14, 12). Este es el aceite que las vírgenes prudentes tenían en sus lámparas, aceite capaz de brillar mucho tiempo, claro y abundan­te, hasta permitirles aguardar la llegada nocturna del Esposo y entrar en la cámara nupcial del gozo eterno.

En cuanto a las vírgenes necias, al ver que sus lámparas esta­ban a punto de apagarse, fueron al mercado, pero no tuvieron tiempo de regresar antes de que cerraran la puerta. El mercado es nuestra vida. La puerta de la cámara nupcial, cerrada y que pro­híbe el acceso adonde está el Esposo, es nuestra muerte humana; las vírgenes -prudentes y necias- son las almas cristianas. El aceite no simboliza nuestras acciones, sino la gracia por medio de la cual el Espíritu Santo llena nuestro ser, transformándolo en el suyo: lo corruptible en lo incorruptible, la muerte física en vida espiritual, las tinieblas en luz (…)

La oración

¡Ay, amigo de Dios! ¡Cómo me gustaría que en esta vida es, tuvieras siempre en el Espíritu Santo! . Por eso se ha di­cho: «Velad y orad, para que no entréis en tentación» (Mt 26,41), es decir, para no veros privados del Espíritu de Dios, ya que las vigilias y la oración nos dan su gracia.

Es verdad que toda buena acción hecha en nombre de
Cristo concede la gracia del Espíritu Santo, pero sobre todo la oración, ya que está siempre a nuestra disposición. Por ejemplo, tienes ga­nas de ir a la iglesia, pero la iglesia está lejos o ha terminado el oficio; tienes ganas de dar limosna, pero no ves a ningún pobre o no tienes ninguna moneda; te gustaría permanecer virgen, pero no tienes fuerzas para ello, debido a tu constitución o por los en­redos del enemigo que no es capaz de resistir la debilidad de tu carne humana; te gustaría quizás encontrar alguna buena acción que hacer en nombre de Cristo, pero no tienes fuerzas suficientes para ello o no se presenta la ocasión. Pero a la oración no le afec­ta nada de esto: todos tienen siempre la posibilidad de orar, tanto el rico como el pobre, tanto el noble como el hombre común, tan­to el fuerte como el débil, tanto el sano como el enfermo, tanto el virtuoso como el pecador…

La oración, más que cual­quier otra cosa, nos da la gracia del Espíritu de Dios y está a nuestro alcance más que todo lo demás. Seremos dichosos cuan­do Dios nos encuentre velando en la plenitud de los dones de su Espíritu Santo…

Cuando la oración cede paso al Espíritu Santo

¿ Qué diríamos de una con­versación con el mismo Dios, fuente inagotable de gracias celes­tiales y terrenas ? Por la oración es como nos hacemos dignos de conversar con él, nuestro vivificante y misericordioso Salvador. Pero también en este caso hay que orar hasta el momento en que el Espíritu Santo baja sobre nosotros y nos concede, en una cierta medida que sólo él conoce, su gracia celestial. Visitado por él, hay que detenerse en la oración.

En efecto, ¿para qué suplicarle: « Ven, haz tu morada en nosotros, purifícanos de toda mancha y salva nuestras almas, tú que eres bondad» , si él ya ha venido, respondiendo a nuestras humildes y amorosas súplicas, al templo de nuestras almas sedientas de su llegada? Te lo voy a explicar con un ejemplo. Supongamos que me has invitado a tu casa, que he ido allá con la intención de charlar contigo, pero que, a pesar de mi presencia, tú no dejas de repetir: «¡Entra en mi casa, por favor!». Yo pensaría: «¿Qué pasa? ¿No habrá perdido la cabeza? Estoy en su casa y sigue invitándome». Lo mismo ocurre en relación con el Espíritu Santo.

Por eso se ha dicho: «Alejaos y comprended que yo soy Dios. Me levantaré entre las naciones, me levantaré de la tierra»( 46, II). Esto significa: Me apareceré y seguiré apareciendo a cada uno de los creyentes y conversaré con él, lo mismo conversaba con Adán en el paraíso, con Abrahán y Jacob y otros servidores, Moisés, Job y los demás. Yo, en Dios, te diré que es menester apartarse también de la oración y hasta suprimirla cuando el Señor Dios, el Espíritu Santo, nos visita.

El alma que ora habla y profiere palabras. Pero, cuando baja el Espíritu Santo conviene guardar absoluto silencio, para que el alma pueda escuchar claramente y comprender bien los anuncios de vida eterna que él se digna regalarnos entonces. El alma y espíritu tienen que encontrarse en estado de completa sobriedad y el cuerpo en estado de castidad y pureza…

Comercio espiritual

– Pero ¿cómo practicar, padre, en nombre de Cristo, otras virtudes que permitan la adquisición del Espíritu Santo? Usted sólo me habla de la oración.

– Obtén la gracia del Espíritu Santo negociando en nombre de Cristo todas las virtudes posibles, comercia espiritualmente con él, negocia con las que te produzcan mayores beneficios. El capital, fruto de las rentas bienaventuradas de la misericordia di­vina, inviértelo en la caja de ahorros eterna de Dios, con porcen­tajes inmateriales, no sólo del 4% o 6%, sino del 100% y hasta infinitamente más. Por ejemplo, ¿te proporcionan muchas gra­cias las oraciones y las vigilias? Vela y ora. ¿ Te aporta más el ayuno? Ayuna. ¿ Te ofrece más todavía la caridad? Sé caritativo. Considera de este modo cada una de las buenas acciones hechas en nombre de Cristo.

(…) Aunque el Apóstol dice: «Orad sin cesar» (1 Tes 5, 17), también dice: «Más vale decir cin­co palabras con el concurso de la inteligencia que mil palabras solamente con la lengua» (1 Cor 14, 19). y el Señor nos previe­ne: «No se salvará el que me llama: ¡Señor! ¡Señor!, sino el que cumple la voluntad de mi Padre» (Mt 7,21). (…)Si se piensa correctamente en los mandamientos de Cristo y en los de los Apóstoles, se ve que nuestra actividad cristiana no de­be consistir únicamente en acumular buenas acciones -que no son más que otros tantos medios para conseguir el fin-, sino en sacar el mayor provecho de ellas, es decir, obtener los dones So­breabundantes del Espíritu Santo.

¡Cuánto me gustaría, amigo de Dios, que encontrases esta fuente inagotable de gracia y que te preguntases sin cesar: «¿Es­tá conmigo el Espíritu Santo?» ! Si está conmig

o, bendito sea Dios, no tengo de qué preocuparme(…). Por el contrario, si no tienes la certeza de estar en el Espíritu Santo, habrá que des­cubrir la causa por la que nos ha abandonado y buscarlo sin cansancio, hasta encontrarlo de nuevo, a él y su gracia.

(…) Sí, así es. Comercia espiritualmente con la virtud. Distribuye los dones de la gracia a quien te los pida, inspirándote en el siguiente ejemplo: un cirio encendido enciende otros cirios, sin perder por ello su esplendor, para que ellos iluminen otros lugares. (…) Las riquezas de la tierra disminuyen cuando se reparten pero la riqueza celestial de la gracia no hace más que aumentar en aquel que la propaga. Es lo que le dijo el mismo Señor a la Samaritana: «El que beba de este agua volverá a tener sed, pero el que beba del agua que yo le voy a dar no tendrá ya nunca más sed, porque se convertirá dentro de él en una fuente que mana hasta la vida eterna» (Jn 4, 13-14).

Ver a Dios

– Padre, le dije, usted habla siempre de la adquisición de la gracia del Espíritu Santo como de la finalidad de la vida cristiana. Pero ¿cómo puedo encontrarla? Las buenas acciones son visibles. Pero ¿el Espíritu Santo? ¿Podemos verlo? ¿Cómo puedo saber si está o no en mí? .

– En la época en que vivimos, respondió el staretz, se ha llegado a una tibieza tan grande en la fe, a una insensibilidad hacia la comunión con Dios de tal categoría, que la gente se ha alejado casi por completo de la verdadera vida cristiana. Hay pasajes de la Sagrada Escritura que hoy nos parecen extraños, como, por ejemplo, cuando el Espíritu Santo dice por boca de Moisés: «Adán veía a Dios paseándose por el paraíso» (Gén 3, 8), o cuan­do leemos en el apóstol Pablo que el Espíritu Santo le impidió anunciar la palabra en Asia, pero que el Espíritu le acompañó cuando se dirigió a Macedonia (Hch 16, 6-9). En otros muchos pasajes de la Sagrada Escritura se habla en varias ocasiones de la aparición de Dios a los hombres.

Entonces algunos dicen: «Esos pasajes son incomprensibles. ¿Se puede acaso admitir que unos hombres puedan ver a Dios de una forma tan concreta?». Esta incomprensión procede del hecho de que, bajo el pretexto de ser más instruidos, de seguir a la cien­cia, nos hemos metido en tal oscuridad e ignorancia que juzga­mos inconcebible todo aquello de lo que los antiguos tenían una noción suficientemente clara para poder hablar entre sí de las ma­nifestaciones de Dios a los hombres. Abrahán y Jacob conversaron con Dios. Incluso Jacob luchó contra él. Moisés vio a Dios, y todo el pue­blo con él, cuando recibió las tablas de la ley en el Sinaí. Una co­lumna de fuego -la gracia visible del Espíritu Santo- servía de guía al pueblo hebreo por el desierto. Los hombres veían a Dios en su Espíritu, y no en sueños o en éxtasis, sino con toda realidad.

Pero como nos hemos vuelto poco atentos, comprendemos las palabras de la Escritura de forma distinta de como deberíamos hacerlo. Todo ello porque, en vez de buscar la gracia, le impedi­mos con nuestro orgullo intelectual que venga a habitar en nues­tras almas y que nos ilumine…

A pesar de su crimen, Caín pudo escuchar la voz de Dios que le reprochaba su conducta. Noé conversó con Dios. Abrahán vio a Dios y su día y se llenó de gozo. La gracia del Espíritu Santo se manifestaba exteriormente en todos los profetas del Antiguo Testamento y en los santos de Israel. Los judíos tenían incluso escuelas especiales para aprender a discernir los signos de las apariciones de Dios o de los ángeles y a diferenciar entre las acciones del Espíritu Santo y los sucesos de la vida ordinaria.

 Simeón, Joaquín y Ana y tantos otros servidores de Dios se vieron con frecuencia favorecidos por manifestaciones divinas. Oían voces, recibían revelaciones que después se confirmaban con sucesos milagrosos y sin embargo verídicos…

El Espiritu de Dios en los paganos

El Espíritu de Dios se manifestaba igualmente en los paganos que no conocían al verdadero Dios pero entre los que había también algunos adeptos. Las vírgenes profetisas, por ejemplo las sibilas, guardaban su virginidad por un Dios desconocido – pero un Dios, al fin y al cabo-, del que creían que era el Creador del universo, el Omnipotente que gobierna el mundo. Los filósofos paganos, que erraban por las tinieblas de la ignorancia de Dios pero buscaban la verdad, podían recibir en cierta medida el Espíritu Santo, a causa de esta bús­queda agradable al Creador. Está dicho: «Las naciones que ignoran a Dios, pero actúan según la ley natural, hacen lo que a él le place» {Rom 2, 14).

Así es como se conservó el conocimiento de Dios tanto en el pueblo elegido, amado de Dios, como entre los paganos que ig­noran a Dios, desde la caída de Adán hasta la encarnación de nuestro Señor Jesucristo.

Cuando nuestro Señor Jesucristo acabó su obra de salvación, resucitando de entre los muertos, sopló sobre los apóstoles y re­novó el soplo de vida del que gozaba Adán,(…). Pero no es eso todo. Les dijo: «En verdad, es mejor para vosotros que yo me vaya; porque si no me voy, el Paráclito (Espiritu, Consolador) no vendrá a vosotros; pero si me voy, os lo enviaré. y cuando él venga, el Espíritu de verdad, os conducirá hasta la verdad entera, a vosotros y a todos los que crean en vues­tra enseñanza, y os recordará todo lo que os dije cuando estaba todavía con vosotros en este mundo» (Jn 16,7.13)

Y he aquí que el día de Pentecostés les envió solemnemente al Espíritu Santo mediante un soplo de tempestad, bajo el aspecto de lenguas de fuego que se posaron sobre cada uno de ellos y los llenaron de la fuerza fulgurante de la gracia divina…

Diferencia entre la acción del Espíritu Santo y la del Maligno

Tengo que explicarte además a ti, amigo de Dios, yo, miserable Serafín, en qué consiste la diferencia entre la acción del Espiritu Santo, que toma misteriosamente posesión de los corazones de quienes creen en nuestro Señor y Salvador Jesucristo, y la acción tenebrosa del pecado, que viene a nosotros como un ladrón, por instigación del Demonio.

El Espíritu Santo nos recuerda las palabras de Cristo y actúa de acuerdo con él, guiando nuestros pasos por el camino de la paz. En tanto que los manejos del espíritu diabólico, opuesto a Cristo, nos incitan a la rebelión y nos hacen esclavos de los vicios y el orgullo. Hablando de esta gracia, dice el Evangelio: «Él era la vida de todo ser, y la vida era la luz de los hombres». Y añade: «La luz brilla en las tinieblas y las tinieblas no pudieron atraparla» (In 11, 4-5). Esto quiere decir que la gracia del Espí­ritu Santo recibida a pesar de las caídas en el pecado ya pesar de las tinieblas que rodean nuestra alma, sigue brillando en nuestro corazón con su eterna luz divina…

La gracia del Espíritu Santo es Luz

Todavía tengo que decirte, para que comprendas mejor lo que hay que entender por gracia divina, cómo se la puede reconocer, cómo se manifiesta en los hombres que él ilumina: la gracia del Espíritu Santo es luz.

Toda la Sagrada Escritura habla de ella. David, el antepasado del Dios-Hombre, dijo: «Tu palabra es lámpara para mis pasos, una luz en mi camino» (Sal 119, 105). Es decir, la gracia del Es­píritu Santo es mi guía y mi luz, y si no tuviera esta gracia del Espíritu Santo, ¿cómo podría en­contrar dentro de mí, entre las numerosas preocupaciones inhe­rentes a mi condición real, una sola chispa de luz que me ilumina­ra por el camino de la vida?.

En efecto, el Señor ha mostrado muchas veces, ante numero­sos testigos, la acción de la gracia del Espíritu Santo sobre los hombres que había iluminado y enseñado con sus grandiosas ma­nifestaciones. Acuérdate de Moisés, después de su conversación con Dios en el monte Sinaí (Ex 34, 30-35). Los hombres no podían mirarlo, dado que su rostro brillaba con una luz extraordina­ria. Se vio incluso obligado a aparecer ante el pueblo con el ros­tro cubierto con un velo. Acuérdate de la transfiguración del Señor en el monte Tabor. «Se transfiguró ante ellos y sus vestidos se volvieron blancos como la nieve. . . y sus discípulos cayeron asustados de bruces». Cuando Moisés y Elías se aparecieron en­vueltos en la misma luz, «los cubrió una nube para que no se que­daran ciegos» (Mt 17, 1-8; Mc 9, 2-8; Lc 9, 28-37). Así es como la gracia del Espíritu Santo de Dios se manifiesta en una luz ine­fable a aquellos a quienes Dios muestra su acción.

Presencia del Espíritu Santo

– Entonces -le pregunté al padre Serafín-, ¿cómo podré reco­nocer en mí la presencia de la gracia del Espíritu Santo?

– Es muy sencillo, respondió. Dios dijo: «Todo es muy senci­llo para el que adquiere la sabiduría» (Prov 14, 6). Lo malo es que no buscamos esa sabiduría divina que, por no ser de este mundo, no es presuntuosa.Dijo el Señor: «Dios quiere que todos se salven y que lleguen a la sabiduría de la verdad» (1 Tim 2,4). Y a sus apóstoles,  el Evangelio dice que «les abrió la inteligencia para que pudieran comprender las Escrituras». Habiendo adquirido esta sabiduría, los apóstoles sabían siempre si el Espíritu de Dios estaba o no estaba con ellos  y enviaban sus mensajes una vez convencidos de su presencia sensible entre ellos. Entonces, amigo de Dios, ¿no ves que es muy sencillo?

Le respondí:

– De todas formas, no acabo de comprender cómo puedo estar absolutamente seguro de que me encuentro en el Espíritu Santo. Al menos, ¿cómo puedo descubrir en mí su manifestación?

El padre Serafín respondió:

– Ya te he dicho que era muy sencillo y te he explicado deta­lladamente cómo había que comprender su manifestación en no­sotros. . . ¿Qué más quieres?

– Tengo que comprenderlo plenamente, le respondí.

La luz increada

Entonces el padre Serafín me cogió por los hombros y estre­chándolos fuertemente dijo:

– Los dos estamos, tú y yo, en la plenitud del Espíritu Santo. ¿Por qué no me miras?

– No puedo mirarte, padre. De tus ojos salen como relámpa­gos. Tu rostro se ha hecho más luminoso que el sol. Me duelen los ojos…

El padre Serafín dijo:

– No tengas miedo, amigo de Dios. Tú te has vuelto tan lumi­noso como yo. También tú estás presente en la plenitud del Espí­ritu Santo; de lo contrario, no habrías podido verme.

E inclinando su cabeza hacia mí, me dijo al oído:

– Dale gracias a Dios de que nos haya concedido esta gracia inefable. Ya lo has visto, ni siquiera he hecho la señal de la cruz: en mi corazón, solamente pensándolo, he rezado: «Señor, hazle digno de ver con claridad, con los ojos de la carne, la bajada del Espíritu Santo, como cuando te dignaste aparecerte a tus servido­res elegidos en la magnificencia de tu gloria». E inmediatamente Dios ha escuchado la humilde plegaria del miserable Serafín.  Pero ¿porqué no me miras a los ojos? Atrévete a mirarme sin miedo. Dios está con nosotros. Después de estas palabras, levanté mis ojos hacia su rostro y se apoderó de mí un miedo todavía mayor. Imaginaos en medio del sol, con el resplandor más fuerte de sus rayos de mediodía: así era el rostro del hombre que me estaba hablando. Veis el mo­vimiento de sus labios, la expresión cambiante de sus ojos, oís el. sonido de su voz, sentís la presión de sus manos en vuestros hombros, pero al mismo tiempo no percibís sus manos, ni su cuerpo, ni el vuestro; nada más que una luz deslumbrante que se propaga alrededor, a una distancia de varios metros, iluminando la nieve que cubría el prado y que caía sobre el gran staretz y so­bre mí mismo. ¿Es posible representar la situación en que enton­ces me encontraba?

– ¿ Qué sientes ahora ? , me preguntó el padre Serafín.

– Me siento extraordinariamente bien.

– ¿Cómo «bien»? ¿Qué quieres decir con ese «bien»?

– Siento el alma llena de un silencio y de una paz que no pue­do expresar.

– Esa es, amigo de Dios, la paz de la que el Señor hablaba cuando decía a sus discípulos: «Os doy la paz, pero no como la da el mundo. Soy yo el que os la doy. » (In 14,27; 15, 19.16.33). (…) Dios da la paz que tú sientes ahora(…), ninguna palabra puede expresar el bien espiritual que hace nacer en los corazones de los hombres en donde la implanta el Señor. Él mismo la llama «su paz» (In 14, 27). Fruto de la generosidad de Cristo y no de este mundo, no la puede dar ninguna felicidad terrena. Enviada desde arriba por Dios mismo, es la Paz de Dios. . . ¿Qué estás sintiendo ahora?

– Una dulzura extraordinaria.

– Es la dulzura de la que hablan las Escrituras: «Beberán la bebida de tu casa y les saciarás del torrente de tu dulzura» (Sal 36, 9). Desborda de nuestro corazón, corre por nuestras venas, procura una sensación de delicia imposible de expresar . . . ¿ Qué más sientes?

– Un gozo extraordinario en todo mi corazón.

– Cuando el Espíritu Santo desciende sobre el hombre con la plenitud de sus dones, el alma humana se llena de un gozo indescriptible y el Espíritu Santo recrea con su gozo todo lo que él ha hecho brotar. De este gozo es del que habla el Señor en el Evan­gelio cuando dice: «La mujer que va a dar a luz sufre, porque ha llegado su hora. Pero cuando ha dado a luz a su hijo, ya no se acuerda del dolor, porque es muy grande su alegría. También vosotros tendréis que sufrir en este mundo; pero cuando os visi­te, vuestros corazones se llenarán de gozo, un gozo que nadie os podrá arrebatar» (Jn 16,21-22).

Ya has llorado bastante en tu vida y has visto qué consuelo se te ha dado aquí abajo con el gozo del Señor. «Los que esperan en el Señor renuevan sus fuerzas, les salen alas como a las águilas, corren sin cansar­se y caminan sin fatiga» (Is 40, 31 ).

-¿Qué más sientes, amigo de Dios?

– Un calor extraordinario.

– ¿Cómo? ¿Un calor? ¿Acaso no estamos en el bosque, en pleno invierno? La nieve está a nuestros pies, estamos cubiertos de ella, y sigue cayendo. . . ¿De qué calor se trata?

– De un calor comparable al de un baño de vapor.

– ¿ Y su olor es como el del baño?

– ¡Oh, no! No hay nada en la tierra que pueda compararse con este perfume.

 El padre Serafín sonrió.

– Amigo mío, lo sé tan bien como tú. Es verdad; no hay ningún perfume en la tierra que pueda compararse con el buen olor que hora respiramos, el buen olor del Espíritu Santo. ¿Qué hay en la tierra que se le pueda parecer? Acabas de decir que hace calor, como en el baño. Pero mira: la nieve que nos cubre a ti y a mí no se deshace, lo mismo que la que está a nuestros pies. Por tanto, el calor no esta ­en el aire, sino dentro de nosotros mismos.

Así es en realidad como debe ser: la gracia divina habita en lo más profundo de nosotros, en nuestro corazón. El Señor dice: «El reino de los cielos está dentro de vosotros» (Lc 17,21). El Espíritu Santo nos ilumina y nos calienta. Llena el ambiente de perfumes variados, alegra nuestros sentidos y sacia nuestros corazones de un gozo inefable.

Me parece que, a partir de ahora, ya no tendrás que preguntarme por la forma como se manifiesta en el hombre la presencia de la gracia del Espíritu Santo.

¿Seguirá grabada para siempre esta manifestación en tu me­moria?

– No lo sé, padre; no sé si Dios me hará digno de recordarla siempre, con tanta claridad como ahora.

– y yo, respondió el staretz, creo por el contrario que Dios te ayudará a guardar para siempre todas estas cosas en tu memoria. Si no, no se habría visto tan pronto tocado por la humilde plega­ría del miserable Serafín ni habría escuchado tan pronto tu deseo. Y sobre todo, porque no sólo a ti se te ha concedido ver la mani­festación de esta gracia, sino a todo el mundo por medio de ti. Ten confianza y podrás ser útil a otros.

Monje y laico

En cuanto a nuestros diferentes estados de monje y de laico, no te preocupes. Lo que Dios busca ante todo es un corazón lleno de fe en él y lle­no de amor a él y al prójimo: es éste un trono en el que le gusta sentarse y donde se manifiesta en la plenitud de su gloria. El corazón del hombre es capaz de contener el reino de los cielos. «Busca primero el reino de los cielos y su Verdad, dijo el Señor a sus discípulos, y se os dará todo lo demás, porque Dios, vuestro Padre, sabe lo que necesitáis» (Mt 6, 33).

El Señor no nos reprocha que gocemos de los bienes terrenos; él mismo dice que, dada nuestra situación en este mundo, los necesitamos para dar tranquilidad a nuestra existencia y hacer más cómodo y fácil el camino(…). A pesar de que las penas, las desgracias y las necesida­des son inseparables de nuestra vida en la tierra, el Señor no ha querido nunca que las preocupaciones y las miserias constituyan toda su trama. Por eso, según dice el Apóstol, nos recomienda que llevemos unos las cargas de los otros. Cristo personalmente nos dio el precepto de amarnos mutuamente. Alen­tados por este amor, se nos hará fácil la marcha dolorosa por la via estrecha que lleva a nuestra patria celestial. ¿No ha bajado acaso el Señor del cielo, no para ser servido, si

no para servir y dar su vida por la redención de los muchos? (cf. Mt 20,28; Mc 10,45). Haz tú lo mismo, amigo de Dios, y consciente de la gracia de la que has sido realmente objeto, comunícala a todo aquel que ansíe su salvación.

Así es, amigo de Dios. Ya te lo he dicho todo y te he mostrado realmente todo lo que el Señor y su santa Madre han querido mostrarte por medio del miserable Serafín. Vete en paz. Que el Señor y su santa Madre estén contigo ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén. ¡ Vete en paz!

Durante toda la conversación, desde el momento en que se iluminó el rostro del padre Serafín, continuó la visión de esa luz. Y mientras hablaba, desde el comienzo de este relato hasta el fi­nal del mismo, se mantuvo invariable su postura.

En cuanto al resplandor inefable que irradiaba, lo vi con mis propios ojos y estoy dispuesto a certificarlo bajo juramento.

 

 

 

 

 

 

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