El poema sofiánico de un "fiel de amor"

 En el prólogo del  Di’wán que tituló “El intérprete de los ardientes deseos”,86 Ibn ‘Arabí relata así las circunstancias de su composición: “Cuando durante el año 598 H. (1201) residía en La Meca, frecuentaba un circulo selecto de hombres y mujeres, personas eminentes, cultivadas y virtuosas. Aunque todas eran personas de distinción, no encontré entre ellos a nadie que igualara al sabio doctor y maestro Záhir ibn Rostam, originario de Ispahán pero con residencia en La Meca, así como a su hermana, una venerable anciana, sabia doctora del Hedjáz, llamada Fakhr al Nisá’ (la “Gloria de las mujeres”) Bint Rostam”. Ibn ‘Arabí se extiende aquí complacido en agradables recuerdos, mencionando entre otras cosas los libros que estudió bajo la dirección del shaykh y en compañía de la hermana de éste. Todo ello son sólo los preliminares para introducir el motivo de los poemas que configuran el Diwán.

Del círculo selecto que frecuentaba la morada de esta noble familia iraní establecida en La Meca, se destaca una figura de pura luz. El texto es de los que no pueden resumirse. “Este shaykh tenía una hija, una esbelta adolescente que cautivaba las miradas de todos, cuya sola presencia era ornato de reuniones y que maravillaba hasta el estupor a cualquiera que la contemplara. Su nombre era Nezám (Armonía) y su sobrenombre “Ojo del Sol y de la Belleza” (‘ayn alShams wa’l-Bahá’). Sabia y piadosa, con experiencia en la vida espiritual y mística, personificaba en sí la venerable ancianidad de toda la Tierra Santa y la juventud ingenua de la gran ciudad fiel al Profeta.87 La magia de su mirada, la gracia de su conversación, eran de un encanto tal que, aun si era prolija, su palabra era fácil y natural; si concisa, una maravilla de elocuencia; cuando disertaba, era clara y transparente… Si no fuera por las almas mezquinas, prontas al escándalo y predispuestas a la maldad, comentaría aquí las bellezas de las que Dios le había provisto tanto en su cuerpo como en su alma, que era un jardín de generosidad…”

“En la época en que la veía con frecuencia, observaba con atención los nobles dones que ornaban su persona, además de los que le añadían la compañía de su tía y de su padre. Entonces la tomé como modelo de inspiración de los poemas que contiene el presente libro y que son poemas de amor, compuestos con frases dulces y elegantes, aunque no haya conseguido expresar en ellos ni siquiera una parte de la emoción que mi alma experimentaba y que la compañía de aquella joven despertaba en mi corazón, ni del generoso amor que sentía, ni del recuerdo que su amistad constante dejó en mi memoria, ni lo que fueran la gracia de su espíritu y el pudor de su actitud, pues ella es el objeto de mi búsqueda y mi esperanza, la Virgen Purísima (al-Adhrá’ al-batul). No obstante, conseguí poner en verso algunos pensamientos de nostalgia, que ofrezco aquí como presentes y objetos preciosos.88 He dejado expresarse con claridad a mi alma cautivada, he querido sugerir el cariño profundo que experimentaba, la profunda preocupación que me atormentaba en aquel tiempo ahora pasado y la añoranza que me embarga todavía al recordar la noble compañía de aquella joven.”

Pero he aquí, ahora, las observaciones decisivas que anuncian el contenido del poema, las reglas a las que se ruega al lector conforme su lectura. “Cualquiera que sea el nombre que mencione en esta obra,89 es a ella a quien hago alusión. Cualquier morada que aparezca en mi elegía, es en su morada en la que pienso. Pero hay más. En los versos que componen este libro no dejo de aludir a las inspiraciones divinas (wáridát iláhi’ya), a las visitaciones espirituales (tanazzolát rúháni’ya), a las correspondencias (de nuestro mundo) con el mundo de las Inteligencias angélicas; así me ajustaba a mi habitual manera de pensar mediante símbolos, y ello porque las cosas del mundo invisible tienen para mi más atractivo que las de este mundo presente, y porque esta joven conocía perfectamente aquello a lo que yo hacía alusión (es decir, el sentido esotérico de mis versos).”  De ahí, esta solemne advertencia: “Que Dios preserve al lector de este Diwán de toda tentación que le induzca a suponer cosas indignas de almas que desprecian tales bajezas, indignas de sus elevados propósitos ocupados sólo por las cosas celestiales. ¡Amén! -Por el poder de Aquel que es el Señor único”.

Sin duda, era demasiado optimismo, pues aviesas palabras, especialmente las de cierto doctor moralista de la ciudad de Alepo, llegaron a oídos del autor, comunicadas por dos de sus más allegados discípu105. Se le acusaba de disimular, simplemente, un amor sensual para salvaguardar su reputación de austeridad y devoción. Ibn ‘Arabi se vio obligado a escribir él mismo un largo comentario a su Diwán para mostrar que la imaginería amorosa de sus poemas, así como la figura femenina central, son en realidad alusiones, según sus palabras, “a los misterios espirituales, a las iluminaciones divinas, a las intuiciones transcendentes de la teosofía mística, a los despertares provocados en los corazones por las admoniciones religiosas”  90

Para comprenderle y no poner en duda su buena fe con una hipercritica vana, hay que retomar aquí lo que podemos llamar el modo de apercepción teofánica, tan característico de la conciencia de los Fieles de amor que, sin esta clave, seria inútil tratar de penetrar el secreto de su visión. No podemos más que extraviarnos si preguntamos, como se ha hecho a propósito de la figura de Beatriz en la obra de Dante, si era una figura concreta, real, o se trataba de una alegoría. Pues así como un Nombre divino no puede ser conocido más que bajo la forma concreta que es su teofanía, igualmente cualquier figura divina arquetípica no puede ser contemplada más que como una figura concreta -sensible o imaginal- que la hace exterior o mentalmente visible. Cuando Ibn ‘Arabí explica una referencia a la joven Nezám, según sus propios términos, como alusión a “una Sabiduría (Sophia) sublime y divina, esencial y sacrosanta, que se manifestó visiblemente al autor de los poemas, con tal dulzura que engendró en él júbilo y alegría, emoción y arrobamiento” ,91 somos testigos de la transfiguración de un ser que la Imaginación percibe directamente como un símbolo, asociándole la luz teofánica, es decir, la luz que revela la dimensión transcendente. Desde el principio, la figura de la joven ha sido percibida por la Imaginación activa en el plano visionario, en el que se manifiesta como una “figura de aparición”  (surat mitháliya) de la Sophia aeterna. Y como tal se muestra, en efecto, desde el prólogo del poema.92

Al meditar el acontecimiento central de este prólogo, nos sentimos sorprendidos, en primer lugar, por la “composición de la escena”: es de noche, el autor lleva a cabo las vueltas rituales alrededor del templo de la Ka’ba. El mismo señalará más tarde la importancia de este signo: el acontecimiento, situado así en una noche memorable, revela su naturaleza propiamente visionaria.93 Varios versos son inspirados al poeta al ritmo de sus pasos. Súbitamente, una Presencia hasta entonces invisible se desvela y el relato nos permite reconocer en ella una figura concreta transfigurada por un aura celestial; habla con la autoridad de una iniciadora divina cuyas palabras graves encierran todo el secreto de la religión sofiánica del amor. Tan enigmáticos, no obstante, son los versos que provocan la amonestación, que para entenderlos tal vez nos sería necesario aprender simultáneamente del propio poeta el secreto de un lenguaje muy semejante al langage clus o lenguaje hermético de nuestros trovadores. Así descifraremos el conjunto de su poema como una celebración de sus encuentros con la Sophia mística, como su autobiografía interior, al ritmo de sus angustias y de sus alegrías.

“Cierta noche, cuenta el poeta, estaba yo dando las vueltas rituales alrededor del templo de la Ka’ba. Mi espíritu disfrutaba una paz profunda, una dulce emoción de la que era perfectamente consciente se había apoderado de mí. Salí de la superficie empedrada, debido a la muchedumbre que allí se congregaba, y continué caminando por la arena. De repente, me vinieron a la mente algunos versos; los recité en voz suficientemente alta para ser escuchado no sólo por mí mismo, sino por cualquiera que me hubiera seguido, suponiendo que allí hubiera alguien.

¡Ah! ¡Saber si ellas saben qué corazón han poseído!

¡Cómo querría saber mi corazón qué senderos de montaña han tomado!

¿Deberás creerlas sanas y salvas, o bien pensar que han perecido?

Los fieles de amor quedan perplejos en el amor, expuestos a todos los peligros. 

“Apenas los había recitado, cuando sentí sobre mi hombro el contacto de una mano más suave que la seda. Me volví y me encontré en presencia de una joven, una princesa de entre las hijas de los griegos.94 Jamás había visto una mujer de rostro tan bello, de hablar tan suave, de corazón tan tierno, con ideas tan espirituales, con alusiones simbólicas tan sutiles… Superaba a todas las gentes de su tiempo en sagacidad mental y en cultura, en belleza y en saber.”

Ciertamente, encontramos su silueta en la penumbra, pero no podemos equivocarnos: en la Presencia amada, súbitamente aparecida en esta noche memorable, el poeta místico percibe, simultáneamente, la figura transcendente visible sólo a él, figura de la cual la belleza sensible es sólo elemento anunciador. Un trazo delicado le basta para sugerirlo: la joven irania es saludada como princesa griega. Ahora bien, la sofiologia que se desprende del texto de los poemas y de sus comentarios, ofrece un rasgo destacable: aquella a la que el poeta confiere una función angélica porque es para él la manifestación visible de la Sophia aeterna, posee como tal el ser de una teofanía. Como tal teofanía, es asimilada a Cristo, tal como lo entiende Ibn ‘Arabi junto con todos los espirituales del Islam, es decir, según la idea de una cristología doceta, más exactamente, de una “cristología de Ángel”, que fue también la de un cristianismo muy antiguo. Puesto que la joven es a su vez la tipificación (tamthil) de un Ángel en forma humana, es ésa una razón suficiente para que Ibn ‘Arabi la pro~ame “de la estirpe de Cristo”, calificándola de “sabiduría cristica”  (hikmat ‘isawiya), y concluyendo que pertenece al mundo de Rúm, es decir, a la cristiandad griega de Bizancio. Estas asociaciones mentales tienen importantes consecuencias para la sofiologia de nuestro autor. El punto inicial que aquí nos importa es que la “figura de aparición”  sea identificada con la Sabiduría o Sophia divina; así pues, es con la autoridad de ésta con la que va a instruir a su fiel.

Para entender su enseñanza nos es preciso descifrar, con la ayuda del mismo poeta, el sentido de los cuatro versos que le fueron inspirados al ritmo de su peregrinación nocturna y que se redactaron, como todos los poemas del “intérprete de los ardientes deseos”  en el lenguaje hermético que le es propio. ¿A quiénes se refiere el pronombre plural, no explicitado, ellas? Nos enteramos por su propio comentario de que “ellas”  son las “Contempladas supremas”  (almanázir al-‘ola). Traducir simplemente por “Ideas divinas”  implicaría el riesgo de inmovilizamos en el plano filosófico conceptual. El contexto nos induce a ver en ellas las figuras designadas como “Sabidurías”  (hikam),95 individuaciones de la Sabiduría eterna (Hikmat), impartidas respectivamente a cada uno de los veintisiete profetas tipificados en el libro de los Fosús, Sabidurías de las que en la preeternidad quedan prendados con amor extático los espíritus querubinicos,96 como quedan prendados en el tiempo los corazones de los místicos.

El sentido de las preguntas formuladas por el poeta se aclara entonces si recordamos lo que se nos ha enseñado acerca del “secreto de la soberanía divina”  (sirr al-robúbi’ya) secreto que es tú, es decir, que es la teopatía de su fiel o “vasallo” , porque esta instaura al Dios de su fe y de su amor, ese Dios al que alimenta con la substancia de su ser, a ejemplo de Abraham ofreciendo la comida de hospitalidad a los misteriosos extranjeros,97 y porque da subsistencia, en y por su ser, al Nombre divino del que está investido desde la preeternidad y que es su Señor propio. Esto lo sabe y lo experimenta el místico en los momentos privilegiados de su vida espiritual, sin necesidad de otra garantía que la pasión simpatética que le da, o, más bien, que es, esa Presencia, pues el amor no plantea preguntas. Llegan, sin embargo, los momentos de fatiga o de tibieza, cuando el intelecto razonador, con las distinciones que introduce, con las pruebas que exige, insinúa entre el Señor de amor y su fiel la duda que parece romper su vinculo. El fiel no tiene ya fuerza para alimentar con su ser a su Señor; pierde conciencia de su secreto, que es su unio sympathetica. Interroga entonces, como lo hace la razón crítica cuando se informa de su objeto: pregunta si las “Contempladas supremas”  son de su propia esencia, si pueden saber qué corazón han investido. Es decir, el Señor divino al que yo alimento con mi ser, ¿tiene conocimiento de mi? ¿No sucederá como con las estaciones místicas (Maqámát) que no existen más que para el que se estaciona en ellas (moqím)? Y puesto que las visitaciones espirituales han cesado, a lo mejor han tomado cualquier sendero de montaña que las conduce al corazón intimo de otros místicos; o a lo peor han perecido, retornando para siempre al no ser.

Es el curso de esta dulce melancolía lo que bruscamente viene a interrumpir la amonestación de la Sophia mística, haciendo aparición en la noche de la que se alimentaba el ensueño sin salida. “¿Cómo puedes decir, oh mi señor (sayyidí)98 -pregunta la joven- “¡Ah! saber si ellas saben qué corazón han poseído   Tú, el gran mistico de tu tiempo, ¡me asombra que puedas decir tal cosa…! Todo objeto del que se es dueño (mamlúk), ¿no es por ello mismo un objeto conocido (ma’rúI)?99 ¿Se puede hablar de ser maestro (molk), sino después de que haya habido un Conocer (ma’rifa)?… Y dices a continuación: “¡Cómo querría saber mi corazón qué senderos de montaña han tomado!” Oh, mi Señor, los senderos que se ocultan entre el corazón y la tenue membrana que lo envuelve es algo cuyo conocimiento está vedado al corazón. ¿Cómo, entonces, alguien como tú desea lo que no puede alcanzar?… ¿Cómo puedes decir algo así? Y preguntas después si debes creerlas sanas y salvas o, por el contrario, pensar que han perecido. Pues bien, ellas están sanas y salvas. Pero es de ti de quien habría que preguntar: ¿Estás tú sano y salvo, o acaso has perecido, oh mi señor?”

Invirtiendo sin miramientos la pregunta, Sophia recuerda a su fiel la realidad de su estado místico. Acaba de ceder por un momento a la duda de los filósofos; ha formulado preguntas a las que sólo puede responderse con pruebas racionales como las referidas a objetos exteriores. Por un momento ha olvidado que, para el místico, la realidad de las teofanías, el estatuto existencial de las “Contempladas supremas”, no depende de la fidelidad a las leyes de la lógica, sino de la fidelidad al servicio de amor. No es de ellas de quienes hay que preguntar si han perecido, sino de ti de quien habría que saber si has muerto o si todavía estás con vida, si puedes aún responder por ellas, invistiendo con ellas tu ser. Y aquí está la diferencia: lo que para el filósofo se llama duda, imposibilidad de demostrar, para el fiel de amor se llama ausencia y pesar. Pues puede suceder que el Amado místico prefiera la ausencia y la
distancia mientras su fiel desea la unión; ahora bien, ¿no debe él amar lo que ama el Amado? Helo aquí, pues, presa de la perplejidad, acechado por el peligro de dos proposiciones contradictorias.

Este es el punto decisivo sobre el que Sophia termina de iniciar a su fiel con altivo y apasionado rigor: “¿Y qué has dicho finalmente? Los fieles de amor quedan perplejos en el amor, expuestos a todos los peligros?”. Sophia lanza entonces una exclamación y dice: “¿Cómo le queda todavía al fiel de amor un resto de vacilación y perplejidad, cuando la adoración de amor tiene como condición llenar íntegramente su alma? Adormece los sentidos, arrebata las inteligencias, aparta los pensamientos y arrastra a su fiel en la corriente de los que desaparecen. ¿Dónde, pues, está la perplejidad en la que habitan? ¿Quién subsiste todavía que pueda quedar perplejo?… Es indigno de alguien como tú decir cosas semejantes”

Esta amonestación, que concluye con un reproche severo, enuncia todo lo esencial de la religión de los Fieles de amor. Y algo no menos esencial es que -en virtud de la función con que, quien enuncia su exigencia en esa noche del Espíritu, a la sombra del templo de la Ka’ba, está investida  la religión de amor místico sea puesta en relación con una sofiología, es decir, con la idea sofiánica.

Del dramático prólogo con que el “intérprete de los ardientes deseos”  encabeza su Díwán, señalaremos dos indicaciones que van a servirnos de pauta en nuestro estudio.

Destaquemos en primer lugar la capacidad visionaria de un fiel de amor como Ibn ‘Arabi, que inviste a la forma concreta del ser amado con una “función angélica” y, en el curso de sus meditaciones, percibe esta forma en el plano de las visiones teofánicas. ¿Cómo es posible esta percepción sobre cuya unidad e inmediatez acabamos de hablar? Para responder a esta pregunta hay que seguir la progresión de la dialéctica de amor expuesta por Ibn ‘Arabi a lo largo de un capitulo del libro de las Fotúhát; esa dialéctica tenderá esencialmente a asegurar y a vivenciar la simpatía entre lo invisible y lo visible, entre lo espiritual y lo sensible, simpatía que Jaláloddin Rúmí designará con el término ham-damí (literalmente conflatio), pues sólo esa “conspiración”  hace posible la visión espiritual de lo sensible, la visión sensible de lo espiritual, que es visión de lo invisible en una forma concreta, tal como la perciben no ya las facultades sensibles, sino la Imaginación activa, que es el órgano de la percepción teofánica.

Y, en segundo lugar, este prólogo nos revela una experiencia psico-espiritual fundamental para la vida interior de Ibn ‘Arabí. El encuentro con la Sophia mística nos anuncia la meta a que nos conduce la dialéctica de amor: la idea del ser femenino (del que Sophia constituye el arquetipo) como teofanía por excelencia, pero que únicamente es perceptible en la simpatía de lo celeste y lo terrestre (la simpatía que la oración del heliotropo ya había anunciado a Proclo). Y es la conjunción de Belleza y Compadecimiento lo que constituye el secreto de la Creación, puesto que si la “simpatía”  divina es creadora, lo es porque el Ser divino desea revelar su Belleza, y si la Belleza es redentora lo es por manifestar ese Compadecimiento creador. Es pues el ser que por naturaleza está investido con la función teofánica de la Belleza el que presentará la Imagen más perfecta de la Divinidad. De esta intuición resultará la idea de lo Femenino-creador no sólo como objeto sino como Imagen ejemplar de la devotio sympathetica del fiel de amor. La conjunción de lo espiritual y lo sensible realizada en esta Imagen da lugar a paradojas admirables de las que emerge la figura de Maryam, como prototipo del místico, fijando los rasgos de la “Sophia crística”  velada todavía bajo los símbolos del “intérprete de los ardientes deseos”, pues es ella realmente la que posee el sirr al- robúby~’a, ese secreto de la divinidad que anteriormente analizábamos.101

NOTAS

86. Cf. The Tarjumán al-ashwáq, a collection of mystical odes by Muhyi’dd’n ibn al- ‘Arabi’, editado y traducido por Reynold A. Nicholson, Oriental Translation Fund, New Series, vol. xx, Londres, 1911, pp. 10 55. Cf. Kitáb Dhakhá’ir al-a7áq, Sharh Tarjuman al-ashwáq, Beirut, 1312, p. 3, línea 7. El comentario fue escrito por el propio Ibn ‘Arabi por las razones que ya han sido evocadas en la introducción de este libro (p. 90) y que serán recordadas más adelante (n. 90). Lamentablemente, en su valiosa edición, Nicholson sólo ha traducido algunos fragmentos de este comentario. Sería útil facilitar la traducción íntegra, habida cuenta de su extraordinario valor, para seguir el proceso del pensamiento simbólico de Ibn ‘Arabi, aparte del interés que de por si presenta un texto difícil comentado por su propio autor. Asín Palacios, en La escatología musulmana en la Divina Comedia, 2ª ed., Madrid-Granada, 1943, pp. 408-410 (reedición, Madrid, 1984, con la misma paginación) da la traducción al español de un largo pasaje del prólogo, así como el de otro pasaje de las Fotúhát que hace alusión a la redacción del comentario, en El Islam cristianizado, Madrid, 1931, pp. 95-96 [misma paginación en la edición de Hiperión, Madrid, 1981].

87. Se sigue en estas dos líneas la elegante paráfrasis de Asín. Debe subrayarse la expresión coránica al-Balad al Amín (95/3), el país de seguridad, el territorio sacrosanto:
compárese su uso simbólico en el ismailismo (el país del Imam, donde se conserva la Piedra Noble, no en el edificio cúbico de la Ka’ba material sino en La Meca celestial de los ángeles), W. Ivanow, Nasir-e Khusraw and Ismailism, The Ismalíl Society, series B n. 5, Bombay, 1948, pp. 23-24, y nuestro Étude préliminaire pour le “Livre réunissant les deux sagesses”  de Násir-e Khosraw, Bibliothéque Iranienne, vol. 3a, Teherán-Paris, 1953, 32-333
 
88. Alusión al título del comentario: dhakhá’ir al-a ‘láq (tesoros de objetos preciosos).

 89.     Es decir, principalmente, los nombres femeninos célebres en la poesía árabe cortés. Tipificaciones notables: si Belqis, reina de Saba, y Salma (que tipifica la experiencia mística de Salomón), son nombres de la joven Nezám en tanto que figura de la Sophia (Hikmat), un vínculo ideal pero significativo se establece así entre esta sofiologia y la “Sophia salomónica” , es decir, los libros sapienciales que han sido las fuentes de la sofiologia en el Cristianismo.

 90. Dhakhá ‘ir, p. 4. Ibn ‘Arabí había sido alertado por sus dos discípulos, sus dos “hijos espirituales”, Badr el Abisinio e Ismail ibn Sawdakin. Promovió una conferencia bajo la supervisión de Qádí Ibn al-‘Adím, el cual leyó bajo su dirección una parte de su Díwán en presencia de los doctores moralistas. El que antes se había negado a aceptar el texto de Ibn ‘Arabi, modificó su juicio y se arrepintió ante Dios. Nada tiene de extraño que el arrogante ortodoxo haya encontrado émulos a lo largo de la historia hasta nuestros días; no, desgraciadamente de su arrepentimiento, pero si de su escepticismo. No hay discusión teórica posible, si se está en una actitud ajena (bajo la influencia de seculares hábitos de pensamiento) a lo que en persa se llama ham-dami’ (conflatio, sincronismo de lo espiritual y lo sensible, cf. infra), si se permanece en la obstinación por oponer “misticismo”  y “sensualidad”  (dos términos cuyos significados antitéticos sólo subsisten porque hemos roto el lazo que los unía). Conspiración de lo sensible y lo espiritual: Ibn ‘Arabí y Jaláloddin Rúmí hacen de ello la característica de su Islam, es decir, del Islam tal como ellos lo comprenden y lo viven. Uno de los más grandes maestros de esta vía fue Rúzbehán Baqíl de Shíráz (m. 1209),
anteriormente citado: la Belleza no es percibida como teofanía más que si el amor divino (‘ishq rabbám) es vivido en un amor humano (‘ishq insáni) que lo transfigura. Ibn ‘Arabí se ha explicado detalladamente sobre sus símbolos preferidos: ruinas, campamentos, lagos, jardines, praderas, casas, flores, nubes, relámpagos, céfiros, colinas, arboledas, senderos, amigos, ídolos, mujeres que se levantan como soles (Dhakhá ‘ir, p. 5). “Todo lo que acabo de mencionar o todo lo que se le parezca, si lo comprendes, son misterios, altas y sublimes iluminaciones que el Señor de los cielos envió a mi corazón, como las envía al corazón de cualquiera que posea una cualidad de pureza y de elevación análoga a la preparación espiritual que yo poseo. Teniendo esto presente en tu pensamiento, cree en mi sinceridad. Aleja de tu mente el exterior de las palabras, busca el interior (bátin, lo esotérico) hasta que lo comprendas.”  Sin discutir su legitimidad ni su oportunidad, está claro sin embargo que con el comentario que Ibn ‘Arabí hace de si mismo, ocurre lo mismo que con los que se añadieron a los relatos de autobiografía espiritual de Avicena y Sohravardi (cf. nuestro libro Avicenne el le Récit vis ionnaire, Teherán-París, 1954, vol. I, pp. 34 ss) [reed. en Berg International, París, 1979, pp. 38 ss.]. Después de que el autor, penetrando por la fuerza de su intuición hasta el secreto íntimo de su persona y su transconciencia, ha conseguido configurar sus símbolos personales, debe retroceder hasta un nivel inferior al de esta evidencia intuitiva y configuradora de imágenes, para hacerse inteligible en términos racionales. Debe hacerlo así, si quiere invitar a otros a que le sigan, ante el peligro de no ser comprendido. Por nuestra parte, debemos descifrar (como si fuese un texto musical) lo que el autor ha dejado reflejado de su experiencia íntima en el texto. Para ello deberemos realizar el camino en sentido inverso, intentando descubrir, en los signos fijos de su relato, lo que el autor experimentó antes de anotarlos, para penetrar así en su secreto. Pero precisamente para eso, el comentario es el guía inicial y con frecuencia indispensable. Véase también En Islam iranien, todo el tomo II, así como: Sohravardi, L’Archange empourpré, citado al final de la nota 77.

 91. Trad. Nicholson ad XX, 3, p. 87; ed. Beirut, p. 78.

 92. Y por eso Ibn ‘Arabi justifica las imágenes de amor como símbolos de los misterios teosóficos. De hecho, él no “recurrió”  a símbolos como si procediera a la construcción de un sistema. Esas figuras fueron percibidas interiormente por él de manera inmediata. Debemos tener presente toda su fenomenología del amor (cf. infra, § 5), y también la serie de experiencias visionarias que jalonaron toda su vida mística personal (que fueron activadas por la Imaginación objetivamente creadora propia del ‘árif, la facultad designada por el término himma, energía espiritual o poder de concentración del corazón, sobre la que se encontrarán más amplios detalles en la Segunda parte, cap. II, § 7). Durante un lapso de tiempo prolongado, un ser de belleza fascinante prodigó su presencia al shaykh (cf. K. alFotúhát al-Makkiya, ed. de El Cairo, 1329 R., vol II, p. 325; véase la traducción de este texto, mfra, Segunda parte, n. 330). Ibn ‘Arabi compara esta visión con la manifestación visible y repetida del Arcángel Gabriel al Profeta, y hace alusión también al hadith de la teofanía en la forma de un adolescente (Dhakhá’ir, ad XV, 3, ed. Beirut, pp. 55-56, cf. infra, Segunda parte, cap. IV, 12). Con razón, Asín evoca comparativamente la visión de Dante (Vita nuova, XII) contemplando en sueños a un adolescente vestido con una túnica muy blanca, sentado a su lado en actitud pensativa, que le decía: “Ego tamquam centrum circuli, cui simili modo se habent circunferentiae partes; tu autem non sic” (Asín, La escatología…, p. 403). Piénsese también en el adolescente inaprehensible (al-fatá al-fá’it) vislumbrado fugaz y repentinamente durante la realización de las vueltas rituales alrededor del templo, y cuyo ser contiene todos los secretos que se expondrán en la gran obra de las Fotúhát, (véase Segunda parte, cap. IV, § 13). Ya hemos explicado en otra parte el motivo de traducir el extenso título de Kitab al-Fotúhát al Makkiya… por “Libro de las conquistas espirituales de La Meca” . Véase n. 217.

 93. Cf. ed. Beirut, p. 6; trad. Nicholson ad IV, 3, p. 58. El vínculo entre las vueltas rituales alrededor del centro y el momento de la aparición es significativo; compárese el relato aviceniano de Hayy ibn Yaqzán: “Mientras íbamos y veníamos, dando vueltas en circulo, apareció a lo lejos un Sabio” . En cuanto a la noche como tiempo propio de estas visiones, cf. Sohravardi, “Epitre du bruissement des ailes de Gabriel”  y “Récit de l’Exil occidental”  [en L’Archange empouroré, op. cit., n. 77].

 94. La transposición operada por la percepción visionaria se advierte de inmediato. No es ya una joven irania en un país árabe, sino una princesa griega y, por tanto, una cristiana. El secreto de este hecho se revelará en la continuación del Diwán (cf. infra, n. 101: esta sabiduría o Sophia es de la estirpe de Jesús, pues también ella es de naturaleza humana y angélica al mismo tiempo; de ahí las referencias a las “estatuas de mármol”, a los “iconos”  fugazmente vistos en las iglesias cristianas, y otras muchas alusiones a su persona).

 95. Cf. ed. Beirut, pp. 7 y 170-171; trad. Nicholson, p. 148 (y comentario, ad XLVI, 1, p. 132): “aquella cuyos labios son de color rojo obscuro “una Sabiduría sublime entre las Contempladas”, aquella cuya figura teofánica es la joven Nezám. Entre el mundo de la mezcla y las Contempladas supremas hay un combate de amor, pues el mundo tiene necesidad de ellas y las desea, ya que no hay vida para los seres de este mundo si no es por su contemplación. El mundo de la Naturaleza vela a los corazones místicos la percepción de las Contempladas y en consecuencia el combate es incesante. El rojo obscuro anuncia los misterios (omúrghaybiya) que están en ellas.

 96. Tahimo fíhá al-arwáh, comentario de Nicholson ad XLVI, 1. p. 132; cf. supra cap. 1, na. 60 y 72 sobre los ángeles mohayyamún y la hikmat mohayyamiya de Abraham.

 97. Cf. supra cap. 1, § 3, p. 154

 98. Ed. Beirut, p. 6; Nicholson, texto, p. 14.

 99. El argumento sutil es de gran belleza puesto que excluye toda duda, dejando libre de toda sospecha de ilusión la existencia de lo espiritual invisible, desde el momento en que su acción se experimenta en uno mismo: reconocer que el corazón ha sido poseído (en pasiva, mamlúk = marbúb) por esos Invisibles es reconocerlos como sujetos activos y predominantes; el ego sujeto del cogitor (ya no cogito) es inmanente al ser que lo piensa y lo conoce; por eso conocerse a sí mismo es conocer al Señor propio, pues es este Señor el que en uno mismo se conoce.

 100. En esa noche del espíritu, en que se formula esta exigencia total que resuelve por sí misma todas las dudas y sobre la que todo sufí debe meditar, sólo quedaba al poeta una pregunta que plantear: “Oh joven, ¿cuál es tu nombre? -Consolatrix, me respondió ella (qorrat al-‘ayn, frescor y brillo en la mirada, metáfora corriente del ser amado). Y mientras me hablaba a mi mismo, ella me saludó y se alejó”. Ibn ‘Arabi añade: “La volví a ver más tarde y llegué a conocerla; cultivé su compañía y constaté en ella conocimientos tan sutiles que no es posible describirlos”. No le fue preciso al poeta permanecer para siempre en La Meca para que la imagen de esta “Sabiduría”  le acompañase por el resto de su vida.

 101. LA IMAGEN DE SOPHIA EN IBN ‘ARABI: Seria importante recomponer esta imagen como un mosaico cuyas piezas están esparcidas (de

liberadamente) a lo largo del poema. A título de apunte (al que ni siquiera nos atrevemos a llamar “resumen”) podríamos indicar lo siguiente (se trata esencialmente de señalar el encadenamiento de las asociaciones mentales producidas por la Imaginación activa): El rey Salomón es para nuestro shaykh, si no el autor tradicional de la literatura sapiencial bíblica, al menos el profeta en quien él tipifica el don de la “Sabiduría de Compadecimiento”  (hikmat rahmániya, cf. Fosus, cap. XVI), es decir, la religión sofiánica de los Fieles de amor. De ahí la intervención desde el comienzo del poema, con sus reminiscencias coránicas, de Belqis, la reina de Saba (ed. Nicholson, ad II, 2, pp. 50-51). Pero Belqis (hija de un jinn y de una mujer) es, desde su nacimiento, a la vez ángel y mujer terrestre. Es, pues, de la estirpe de Cristo (‘isawíyat al-mahtid), no del Cristo de la ortodoxia de los concilios, sino del de la “cristología de Ángel” del docetismo gnóstico, o próximo a la gnosis, de tan profunda significación noética: engendrado por el Hálito que el Ángel Gabriel-Espíritu Santo insufló en la Virgen, su madre, fue en su persona la tipificación (tamthil) de un Ángel en forma humana (cf. ad II, 4). Esta Sabiduría crística (hikmat ‘isawíya), por la belleza de su mirada, da la muerte y a la vez vuelve a dar la vida, como si ella misma fuera Jesús (ad II, 4). Es en persona la Luz de la cuádruple fuente (Pentateuco, Salmos, Evangelio, Corán) descrita por el célebre versículo coránico de la Luz (24/35). Siendo de la “estirpe de Cristo”, la Sophia-Angelos (o Sophia-Christos) pertenece al mundo de Rúm; es el ser femenino no sólo como teofanía sino como teofante (como Diótima en Platón). Y, en efecto, nuestro poeta la saluda como figura del sacerdocio femenino, “como sacerdotisa, hija de los griegos, sin ornamento, en quien contemplas una fuente irradiante de luces”  (ad II, 6). La simpatía religiosa ecuménica del Fiel de amor (cf. supra, cap. 1, § 3, PP. 160 ss.) tiene su principio en el sacerdocio de Sophia, pues “si con un gesto ella pidiera el Evangelio, parecería que nosotros somos sacerdotes, patriarcas y diáconos”  (ad 1, 9), es decir, tan celosos seríamos nosotros como esos dignatarios para defender al Evangelio contra aquello de lo que falsamente le han imputado los hombres. Se dice de esta Virgo sacerdos, “sacerdotisa griega”  de un cristianismo tal como lo entiende Ibn ‘Arabi, que está “sin ornamento”, lo que alude al hecho de meditarla, no ataviada con el ornamento de los Nombres y Atributos divinos, sino como Pura Esencia, “Bien puro”  (ad II, 6) aun cuando por ella se manifiesten los Esplendores abrasadores (sobohát mohriqa) del Rostro divino. Por eso la Belleza, como teofanía por excelencia, está marcada por un carácter numinoso. En su numinosidad pura, Sophia es feroz, no hay familiaridad con ella; que en su “cámara solitaria”  se alce el mausoleo de quienes han muerto separados de ella, y que se compadezca de la tristeza de los Nombres divinos dándoles el ser (ad II, 7). Alusión a las pruebas que el místico debe afrontar en su camino, a sus esperas entrecortadas por fugitivos encuentros extáticos. Por ser un guía que le arrastra siempre más allá, preservándole de la idolatría metafísica, Sophia se le aparece en unas ocasiones compasiva y consoladora, en otras severa y muda, porque sólo el Silencio puede “decir”, indicar la transcendencia. El místico sufrirá la prueba de Dante, esperando que Beatriz le devuelva el saludo, pero no se imponen leyes “a las hermosas estatuas de mármol”  (ad IV, 1-2). Tal es en efecto la belleza de las teofanías salomónicas y proféticas, que “no responden con discursos articulados, pues entonces su discurso sería distinto a su esencia, distinto a su persona; no, su aparición, su advenimiento (worúd), es idéntico a su discurso; ella es ese discurso, y éste es su presencia visible”; eso es lo que significa oírlas y ésa es la característica de esta estación mística. Pero ¡ay! el espiritual debe viajar durante la noche, es decir, a través de todas las actividades que se imponen a las criaturas carnales, y cuando vuelve al santuario de su conciencia (sirr), la Sophia divina se ha alejado: “Rodeado en la noche obscura por sus ardientes deseos que le asaltan como flechas de rápido vuelo, no sabe qué dirección tomar”  (ad IV, 3 y 4). Pero he aquí que “ella me sonrió mientras un relámpago brillaba, y yo no sabía cuál de los dos desgarraba la noche obscura”. Unidad de apercepción: ¿es el ser femenino real? ¿es la realidad divina de la cual ese ser es Imagen? Falso dilema, pues la una no sería visible sin el otro; la Sophia terrestre es esencialmente teofánica (hikmat motajalliya), y no deja de habitar en el corazón del Fiel de amor, como el Ángel de la Revelación en la compañía del Profeta (ad IV, 6). Experimentar la belleza humana en el ser femenino como teofanía (cf. infra, § 6), es experimentarla en el doble carácter de Majestad que inspira el miedo, y de gracia que extasía (jalal yamál), simultaneidad del Divino incognoscible y el Divino manifestado.

 Consecuentemente, las alusiones a la extraordinaria belleza de la joven Nezám y a su sorprendente sabiduría, combinan siempre el aspecto de lo numinoso y lo fascinante (v.g. ad XX, 16), con el de la rigurosa y hierática belleza de la Esencia pura, y el de la belleza compasiva y dulce del “Señor femenino”  que el Fiel de amor alimenta con su devoción, que es, a su vez, alimentada por la belleza de aquél. “Comprende aquello a lo que estamos aludiendo; es una cosa sublime. No hemos encontrado a nadie que tuviera conciencia de ello antes de nosotros, en ningún libro de teosofía”  (ad XX, 16). Esta Señora de sabiduría tiene una cátedra (los Nombres divinos, grados del ser por los que hay que ascender) y posee elocuencia (su mensaje profético). “Hemos representado todos estos conocimientos místicos bajo el velo de Nezám, la hija de nuestro shaykh, la Virgen Purísima”  (ibid., al- ‘adhra al-batól, la misma cualificación de Maryam y de Fátima). Irania de Ispahán en un país árabe, no se queda encerrada en su lugar de origen. “Es una reina, por su ascesis espiritual, pues los espirituales son los reyes de la tierra”. Finalmente, esta exclamación: “¡Por Dios! Yo no temo la muerte, mi único miedo seria morir sin que mañana pudiera volverla a ver”  (ad XX, 11). No es el temor a un adiós terrestre; la exclamación está introducida por una visión numinosa de majestad. La muerte seria sucumbir a esa visión, por no ser ya capaz de ella; para el espiritual que ha adquirido esa facultad divina, no hay más allá en el que no pueda seguirla.

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