Cuando entramos a la selva, entramos a un círculo. Si decimos Amazonas estaríamos reduciendo la apariencia del mundo verde y mojado en que se perpetúa –o se dilata, como el cosmos de arriba– entre su masa vegetal y acuática, más allá de sus propios límites, nunca políticos o geográficos, sino selváticos, vale decir, inencontrables. Lo que nos rodea –o lo que nos invade– son menos esos 181.000 kilómetros cuadrados de distancia, esas 63.942 hectáreas de apariencia con los que demarcamos su hoya en el sur de la espesura y de diluvios donde nace y se engrandece el Huyaparí, La Gran Agua, el Agua del Agua a la que llamamos Orinoco mientras ruge en el Raudal de Guaharibos, se traga a los monstruos lacustres del Ventuari, el Guaviari, el Atabapo, empuja días y noches de selva y propicia la hecatombe de Atures y Maipures, antes de torcer hacia el poniente de Venezuela, hacia su juntamiento con el mar, la nada en la nada. Si repitiéramos que la hoya del Orinoco cubre 800.000 kilómetros cuadrados nunca lograríamos conocer por entero la verdadera influencia que ejercen sus maniguas y precipicios de cuarcita, sus enjambres de tributarios, de anchas orillas sin origen conocido y de vida violenta, como el chubasco y el aguacero. Insistimos, sin embargo, en circuir el espacio y el tiempo que tarda su curso en desguazar en el Delta, después de nacer, gota de sudor de hoja, “saliva de las estrellas”, según el idioma de los guaraos, en la piojera de montañas de Unturán y Curupira, sobre un filo de cerro de 1.047 metros, hasta hender el magma selvático y la rocalla que lo esperan a lo largo de una travesía de 2.063 kilómetros; mas su real devenir empieza mucho antes, en el goteo del rocío y la transpiración de la fronda cada vez que lo inconmensurable se encuentra con el instante y la perpetuidad, o con un origen otro, que Amazonas oculta: el de la selva del hombre, la de su imaginario remotísimo y siempre recomenzado.
En el ojo de una inmensidad circular
Lejos de lo que suponemos, no avanzamos, no subimos ni descendemos por la selva-Orinoco, la selva-Amazonas: giramos en el centro de una rueda invisible, nos devolvemos sin cesar al principio, un principio jamás demarcado, nunca reconocible. El grande río mismo traza un semicírculo para poder afirmar su adiós continuo. Todo en él es curvatura, comportamiento circular, avance ofídico, desde que nace, se viriliza en el Ocamo, despilfarra su caudal en el Casiquiare y deriva finalmente hacia Amacuro.
El arriba y el abajo se confunden: no hay contradicción entre el círculo de la selva y el del cielo. Miremos el río inmóvil, veámonos en sus espejos de agua: los relámpagos y la canícula, las constelaciones y la tiniebla continúan en sus entrañas. Yo he visto los astros en mi sien, al borde de la embarcación; peces saltando entre Las Pléyades, selvas enteras criadas en el reflejo de la luna, el sol intacto en un remanso o deshecho por las lianas y el vuelo del martín pescador.
Si la tierra se vergue, si prospera sobre el borbollón verde que la agobia, subirá al Autana, el Yapacana, el Duida-Marahuaca. Entonces mostrará sus flancos del Precámbrico, su osamenta de granito, micasita y gneis, dibujará su perfil tubular de árbol pétreo, su corteza de arenisca, su tallo decapitado por el castigo de los dioses salvajes. Los restos de esa tierra de 2.000 millones de años supuran oro y piedra preciosa. Los carroñeros de la mina se hacen de ellos y fundan una cultura del odio y el desierto.
No miramos la selva: miramos una hoja. No andamos en la espesura: somos su rama, su flor. Todo árbol gira, abandona su tronco en el embrollo de las lianas y del agua, se anuda a la parásita, al pecíolo, al mazo de pijiguaos. El sasafrás, el saquisaqui, el tacamahaco, el ceibo, tocan el cielo y se enfrentan a la centella y a los ventarrones. La palma ceje sólo su estremecimiento, el viento con que vive es su delgadez extrema, por eso gira sobre sí y crea su propio vértigo, su espiritualización. La palma manaca alborota sus ramas, se quita de encima la tumusa de los bejucos y las enredaderas y sube hasta la guacamaya y el piapoco.
Las piedras pierden su postura de rocalla, asoman como islas de acero, desastres de basalto, pedazos de cosa sensible. Las sostienen la mentira del espejismo, la arena de la mica y el cuarzo.
Cualquier ave da vueltas sobre su hechizo; se guarece en el secreto de su canto. No hay animal que no desaparezca, que no niegue su presentimiento.
¿Cuál es la selva verdadera? ¿Dónde se hala el aquí de Amazonas? ¿Dónde comienza el regreso del Orinoco a su primera gota, desde su estuario hasta su fuente? Sólo nos sabemos en el centro de un núcleo, en el ojo de una inmensidad circular, y sin embargo avanzamos hacia el sur, subimos o bajamos. Nada que no sea su mudez –no importa que grazne algo, gima eso, silbe aquello, se espante nadie, fulge o salte no sé quién– responderá a nuestra incertidumbre.
De pronto, a la vuelta de un raudal, a la vista de una ensenada, aparece el hombre; no el de carne, no el que va a morir, sino el otro, el que fue dios en los días del diluvio, el inventor de todos nosotros. Dejó su recuerdo sobre las rocas, esas metáforas talladas en forma de círculo o de planeta en cuyo vacío pétreo y celeste adivinamos el retrato del hombre niño de los tiempos genéticos junto a los animales y las cosas. La respiración del río acentúa la “elocuencia” de la escritura enigmática. Meses enteros será un decir tragado, una parla ahogada. Cuando baje el nivel del río reanudará su monólogo de talladura y muesca; pero los hay que han sido escritos en lo último de la roca, adonde el diluvio y la orilla primigenia escapó a la devoración de las aguas.
En la soledad de la selva –o de lo selvático– tal aparición metafórica del hombre nos sorprende como el miedo; seguimos íngrimos, sin embargo sentimos que “nos observan”, más allá de la maleza, “más adentro”. De nuevo nos hallamos en un círculo. No vemos al hombre: lo imaginamos. Somos, otra vez, un ayer: regresamos a nosotros mismos. El signo nos precede, hemos sido creados con la palabra sobre la tierra dura de la roca, aquí, en unos de los meandros del Orinoco, allá, en el fresco de Miguel Angel.
No pensamos la selva: la creamos a nuestra imagen y semejanza. La curiara y el avión frecuentan menos su realidad que su abstracción; igual el caminante de sus senderos o el que se detiene en su orilla o en su hondura. Basta ganar la ribera del agua, pisar la hojarasca o la roca, para que descubramos cuánto imaginario nos rodea en los 626.000 kilómetros cuadrados de la hoya del Orinoco amazónico, cuando, por azar, nos amistamos con cualquier creación humana, siquiera un utensilio, un adminículo apenas visible. Están hechos de selva, son expresión o sentimiento del hombre que la habita, no sólo de aquel que ha hecho posible su forma sino del hombre sucesivo, del hombre del hombre, desde el comienzo hasta la eternidad, como el curso del río.
¿Quién es el hombre?
¿Cuántos son? ¿Cuántos sobreviven? La más reciente noticia de su número y su conducta reúne a 200 sociedades humanas, asentadas sobre los espejos de agua, a la orilla de las ca
taratas,
sobre la costa o sobre las rocas, en lo alto de las montañas o en el fondo de las selvas, teniendo por techo la lluvia y la rama, por camino la hojarasca y la boga. ¿Quiénes son? Los hay que no tienen origen conocido o provienen de la lluvia y la ceniza. Los más hablan y se comportan a la manera de los caribes y los araguacos, sus ancestros del Mato Grosso de la casa tupí-guaraní; caminantes o navegantes, sedentarios o nómadas, del agua y de la orilla, del afuera y del adentro. Imaginan la selva trazando un círculo o un punto que es su alfa y su omega, el ocho y el cero que se muerden la cola. Se llaman en su lengua o en la que nosotros estropeamos, Baniva, Baré, Curripaco, Hoti, Hiwi o guahibo, Guarequena, Maco piapoco, Hothuja o piaroa, Puinabe, Yavarana, Yanomami, Ye’kuana o makiritare.
La población más numerosa a lo sumo sobrepasa las 9.000 personas; otros, los más diezmados, no llegan a 1.500 y tal vez a estas horas no haya ni una sola criatura humana que hable su lengua ancestral. Algunos son forasteros; se paran a vivir en los poblados, a la vera de las carreteras y los campamentos de bauxita. Acusan sus hábitos de caminantes de sabana. En San Carlos de Río Negro uno de ellos me confesó que le daba vergüenza hablar en Baré: sus hijas se burlaban de él cada vez que lo hacía. ¿Sería acaso insensato suponer que algún día el único confidente de una cultura perdida en nuestra selva sea de nuevo aquel loro que hallara Humboldt durante su viaje memorable hablando el idioma muerto de los Atures muertos?
A esos sobrevivientes les queda, con todo, la memoria y las manos para imaginar su ayer y su presencia en el tiempo verde y mojado de la selva. Acuden a una flauta, al hilo del algodón o la palma, al barro y la madera, a un hueso de fruta, a una cáscara o a la pata de un pájaro y recuperan sus dioses, sus leyendas, su voz.
Los transfiguradores de la tierra
Dicen que los Hiwi o guahibo, oriundos del Vichada colombiano y de los llanos del Meta y del Apure, ensartan en una cuerda cuentas de vidrio azul y rojo a modo de collar; que moldean unas jarras con semejanza de mujer y de ave; que tejen esteras y cestas privilegiando el trazo geométrico, la simbolización de la evidencia; que son esmerados fabricantes de chinchorros de moriche, de palma cumare, de telas de corteza para protegerse de las mordeduras de la selva.
Más alejados y más ribereños, los Baré de Río Negro y del Casiquiare tallan la empuñadura de sus canaletes, a los que dan perfiles de extrañas criaturas; usan para vestirse –o acaso ya dejaron de hacerlo– la piel de un árbol llamado marima; fabrican sombreros, peines, creen en plantas sagradas, en las estrellas y le guardan un supuesto fervor al número cinco.
Tejedores, alfareros, tallistas, los hombres del Orinoco amazónico –o de sus afluentes y aledaños– expresan sus dones de distinta suerte estética. Su estética es menos adorno que utilidad. Aislada de su finalidad práctica, su belleza la convierte en pieza de arte, en tierra transfigurada. Los Yanomami del Alto Orinoco, las selvas de Parima y del Ocamo, son gente desnuda, ligera de equipaje y de apariencia (a lo sumo se adornan con pieles y plumas de aves, con flores y algodón) convierten sus cuerpos en objetos pictóricos, los decoran, los visten de rayas y círculos, entenebrecen o enrojecen sus rostros.
Dejan a sus mujeres el arte de tejer cestas y guapas a las que pintan de onoto y de puntos negros, bellamente simples, más próximas a la utilidad que a la estética. Los antropólogos han dado noticia del wayamou, el hermético lenguaje poético de una conversación interminable. “Se asimila como el idioma de los poetas, tiene ritmo y se recita”, señala Jacques Lizot, quien ha estudiado largamente la cultura yanomami y difundido admirablemente la iniciación chamánica y la extraordinaria capacidad fabuladora de sus poetas.
Lo dicho hace un instante prueba cuánta vecindad existe entre el objeto y el sujeto de la imaginación selvática: nada en ella está divorciada de la cosa que la origina. Un banco, una maraca, un dibujo, la urdimbre de determinada cesta o su forma son simultáneamente uso práctico y lectura de un mito o una leyenda, o como ocurre entre los Hothuja: el dibujo corporal se reproduce en el espíritu, adviene, simultáneamente, dibujo interiorizado, camino al conocimiento profundo.
Detenerse en el Orinoco Medio es encontrarse con estos hombres místicos o con su país, en las riberas del Cuao, Guayapo, Samariapo, Cataniapo, Paria y Parguanza, casi a la sombra del cerro Autana y de las negras serranías del Sipapo. Una mañana visité una de sus enormes casas puntiagudas. Entré a un círculo. En su centro se hallaba el chamán y jefe de lo comunidad, los dos a la vez, personificados en el título de ruwa. Observé los enseres que allí habían: una corona hecha de pluma de tucán, un collar con dientes de roedor, y un pequeño plato de madera, un cepillo, un inhalador hecho de hueso de garza: el ajuar del chamán. El acabado de esos enseres eran de una belleza tentadora. Después supe que se podían adquirir en las tiendas de artesanía indígena de Puerto Ayacucho.
Años atrás había asistido al warime, el sorprendente festival de los dioses. Tres bailarines, cubiertos de hojas de palma, irrumpieron en el centro de la casa comunal sacudiendo unos sonajeros que remedaban a una cartera de mano. Sus máscaras eran verdaderas obras de arte: la primera de ellas simulaba el parecido de un váquiro, otra la de un simio y otra más la de Re’ yo, un espíritu de la selva. Las que fungían de animales estaban tocadas con plumas de guacamaya. Hechas de arcilla negra o pasta oscura, pintadas de blanco y rojo, me produjeron fascinación y espanto al mismo tiempo esa noche en la soledad de San Juan de Puruname, sentimiento que revivo al mirar tantas veces la del mono blanco en la pared de mi cuarto.
Músicos, los Hothuja tocaron durante la fiesta varios instrumentos: un palo zumbador y unas flautas que remedaban a los pájaros o usaban sus nombres de piapoco o de paloma.
Pero ningún pueblo en el Amazonas venezolano es más artista que el Ye’kuana. Su origen proviene del cerro Marahuaka. Wanadi, su dios, hizo la primera casa en la cumbre del Kushamakari, frente a la sabana de La Esmeralda y el paso del Orinoco, hasta donde se allegó Humboldt en su viaje a las regiones equinocciales orinoquenses.
Un chamán en el río Paragua canta así el origen de los Ye’kuana. El poema ha sido reproducido por Daniel de Barandarian en su erudita Introducción a la cosmovisión de los indios yekuana-makiritare1:
“Las raíces nos atan al suelo.
El indio Ye’kuana fue hecho con tierra.
Por eso quedan raíces contra la tierra.
Para ser hombre ágil
hay que cortar las raíces que nos unen a la tierra.
Siempre que se hace algo con tierra
–como cuando Wanadi creó al Ye’kuana–
se quedan raicillas,
mezcladas con la tierra misma.
Por eso tenemos que cortar raíces,
para que el hombre sea hombre
y no un muñeco de barro
como lo fue al principio”
Conocí a uno de esos grandes señores. Se llamaba Barné Yavarí.
Estuvo observando una petaca que yo había traído de un pueblo Ye’kuana del Caura. Más que observarla, parecía leer lo que “decía” su tejido en el que avanzaba, repetidas veces, la figura del mono kushi, criatura m]
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