Imágenes del Cosmos

 

   

Cuando el hombre pinta, su acción se dirige hacia la copia o hacia la creación.

La cualidad del artista está en función de la trascendencia del acto creador. La calidad del artesano depende de la comparación formal entre la reproducción y lo reproducido; así se establece una diferencia entre el acto del artista y el acto del artesano que nos lleva, aún sin quererlo, a relacionar al artista con el adentro y al artesano con el afuera; sin embargo, aun aceptando que la fuente de inspiración venga de adentro, en cuyo caso la llamamos imaginación, venga de afuera, y entonces la llamamos percepción, queda una interrogante que, en vez de mantener la separación, tiende a unir ambos conceptos de fuentes de inspiración, es decir: ¿Por qué el artista escoge esa forma particular de su imaginación?, y ¿por qué el artesano escoge esa forma particular de su entorno?

La mayoría de la gente que estudia estas cosas tiende a adscribirle al artista una intención de transformación de la naturaleza y al artesano una expresión de gusto por la naturaleza. Operativamente, el artista ejecuta su acción después de hacer una abstracción y el artesano actúa por imitación simple. Abstraer es el resultado de escoger lo similar que tengan varias cosas, teniendo en cuenta que esa similitud represente lo sustancial de todas ellas. Copiar es adaptarse fervorosa pero pasivamente a la forma percibida. Todo lo anterior conlleva la fuerza de lo real junto a la contundencia de lo racional, y sus límites precisos son la base de la conciencia en el arte. La falta de conciencia elimina tanto el acto artístico como la acción artesanal, pero ni el arte ni la artesanía terminan en la conciencia. El Inconsciente Dinámico destapa el fondo del mundo racional y abre la prolijidad de lo perceptivo hacia la inmensidad de lo efectivo y el misterio de la intuición; así, de repente, la conciencia del artista y la del artesano dejan de ser rectoras de la intención individual para convertirse en servidoras de los poderosos complejos arquetipales del Inconsciente Colectivo.

A la pregunta ¿por qué el artista inventó este objeto o el artesano copió este otro?, la respuesta lógica sale fácilmente de lo que dijimos anteriormente: el artista abstrajo lo que encontró trascendente y el artesano copió lo que le gustó. Pero desde el punto de vista inconsciente, lo trascendente y lo sensorial muchas veces coinciden en formas, tan importantes como primitivas, que se imponen tanto a la abstracción del artista como a la percepción del artesano.

Reduciendo un poco más nuestra aproximación, podríamos decir que la diferencia entre la intención de trascender del artista y el gusto por copiar del artesano, se refiere a la vida de cada sujeto. El artista quiere ir más allá de sus condiciones vitales en su soberbia creadora, mientras que el artesano permanece sumido en la vida misma. El artista canta a su manera un himno al “más allá’, mientras que el artesano hace lo mismo con el “más acá”, sin embargo, desde el punto de vista inconsciente, ambas alabanzas se refieren a sustancias y formas numinosas que preceden y acompañan a la vida en todas sus manifestaciones y además continúan más allá de la vida misma.

Hagamos un acto de magia: vamos a hacer desaparecer toda referencia al artista o al artesano, vamos a tomar el objeto solo; al  hacerlo eliminamos la calificación de arte o de artesanía, y por lo tanto ignoramos si fue hecho en misión de voluntad trascendente o de sumisión a la naturaleza; ignoramos también si la operación se basó en una abstracción o en una  copia, nos queda así la oportunidad de recrear los avatares de su existencia como objeto, ya sea impersonándonos como artistas o como artesanos.

Un ejemplo de la posibilidad de este experimento lo tenemos en las piedras pintadas, esculpidas o simplemente colocadas fuera de sus lugares naturales, en una palabra, piedras que, por sus inscripciones, colocaciones o deformaciones, acusan la presencia del hombre en plan de artista o de artesano; en relación a estas piedras nos vamos a ocupar solamente de algunas pinturas rupestres. Si fuéramos a describirlas, tendríamos que hablar de todas: insaciable tarea para eruditos y definitivamente imposible de completar a ciencia cierta; pero, si recurrimos a un artificio filosófico, podemos aceptar con Aristóteles que todas las cosas tienen una sustancia esencial y una forma variable. Con respecto a estas pinturas rupestres, considero que su sustancia se refiere a la intención de quienes las hicieron, para quitarnos la idea de piedra, pintura o surco como sustancia.

En cuanto a la forma, también me voy a obligar a quitar de mi reflexión las interpretaciones que se deduzcan de las observaciones sobre el color, la posición de la figura, el relieve de la piedra y el sitio donde se encuentra, ya sea fuente, cascada, lago, mar, caverna, montaña, llanura o bosque. Hablemos solamente del dibujo como línea. Reconozcamos que en la Naturaleza las líneas que se observan son, en su mayoría, curvas o anfractuosas, eliminemos los extraordinarios aportes de la teoría de los fractales y, simplificando a  un nivel máximo, establezcamos como una proposición válida la siguiente:

Pintando, un hombre tiene que escoger entre una línea curva y una línea recta; si usa ambas, las formas que salen se aproximan más a la Naturaleza que si las usa separadamente.

Vayamos a esto último: la línea recta nos lleva a dos figuras esenciales que son el triángulo y el cuadrado, ya que todas las demás las podemos considerar como sus derivadas, por ejemplo los rectángulos, los losanges y los poliedros. Si usa la línea curva, la forma más curva es el círculo con sus derivadas abiertas o cerradas; por ejemplo formas arqueadas, entorchadas, lazos, o elipses y elipsoides. Nos encontramos ahora con tres formas lineales esenciales y no podemos menos que pensar en Cézanne cuando, taxativamente, nos informó que la esencia de la pintura se asentaba en un trípode: la pirámide, el cubo y la esfera puestas en una superficie de dos dimensiones.

Cualquier pintura rupestre puede ser analizada con estas tres figuras, añadiendo o sustrayendo líneas curvas o rectas; todo lo cual permite fabricar una especie de diagrama que facilite calificarlas, tipificarlas o clasificarlas formalmente, pero eso no satisface ni al investigador descriptivo-racional ni al estudioso de la psicología profunda, quien busca afanosamente las fuerzas arquetipales que subyacen bajo esas tímidas imágenes
de epifanía.

        

Personalmente creo que el círculo se refiere a lo que está vivo, a lo que produce cuerpo, y que el cubo y la pirámide se refieren más a lo que distingue al alma o a lo psíquico; siguiendo a San Agustín, lo espiritual tendría necesariamente que combinar lo piramidal con lo esférico y con lo cúbico, pero las manifestaciones requieren de movimiento, tanto para absorber como para desplazarse y, desde nuestra más tierna infancia, las distinguimos como las líneas rectas o quebradas, curvas o ensortijadas, que llamamos, con la increíble certeza de la inocencia: “patas”. Ni siquiera el más encumbrado erudito o el más exquisito de los artistas puede quedar indemne ante la impresión que le causa, tanto racional como instintivamente, una forma muy repetitiva en las pinturas rupestres que, descrita por un niño sería: “un círculo rodeado de patas”, por un hombre, “un sol”, por un religioso “una imagen de Dios” y volvemos a lo mismo, un círculo rodeado de líneas rectas o curvas responde a “vida”, “juego”, “fuego” o “plenitud”. Cualquier línea curva conectada con líneas rectas nos inclina a sentir la presencia o el recuerdo de un ser viviente, ya sea vegetal o animal, mientras que las formas cuboides o piramidales nos hacen sentir ante algo inanimado, cuya conexión con el hombre no puede ser sino trascendente, es decir, nos habla de monumentos, inspiraciones y deseos del “más allá”, Claro que en esta reflexión medito sobre lo que hacen los estudiosos ante estas pinturas rupestres y pienso que algunos, con razón, dirán que eran señales concretas de orientación o jalones de delimitación geográfica o puntos de exhibición del poder entre los hombres; éstos serían los estudiosos descriptivos, científicos eruditos, prácticos y mecanicistas; mientras que otros, igualmente estudiosos, los conectarían con rituales religiosos, sitios de encantamiento, manifestaciones de perplejidad ante lo cósmico o silenciosos indicadores de la religiosidad ínsita en el alma de las pinturas rupestres, se verán, o disminuidos por esas primitivas y elocuentes manifestaciones o engrandecidos por su antiquísima y misteriosa compañía. Porque, como ocurre en todo esfuerzo intelectual, al plasmar en un libro las imágenes correspondientes al tema, las palabras comunican las tendencias que califican al autor. Veamos esto más de cerca. El hecho de ocuparse de las pinturas rupestres nos lleva a pensar en lo psicológico y de allí extraeremos algunos conceptos básicos sobre la curiosidad.

El ser humano es curioso por naturaleza y esa curiosidad exploratoria que nace con el niño nos lleva a todos por dos vertientes vocacionales diferentes: la curiosidad que se satisface con la experiencia, en este caso lo pintado; o pintar para que sea visto o, por el contrario, nos lleva al experimento, es decir, a la comprobación de algo que necesariamente requiere de dos imágenes: la que se tiene y la que se encuentra; ya sea como una necesidad de satisfacer la imagen interior (inconsciente) con el encuentro de una  imagen similar o por el contrario, tratar de corregir o cambiar la imagen exterior con las pulsaciones dominantes de la imagen interior. En otras palabras, la curiosidad del hombre va más allá de las necesidades de su supervivencia en el entorno; es por eso que, a todo nivel, se termina por reconocer que el ocio está en la fuente que produce la inquietud filosófica, el impulso científico y la satisfacción artística. El hombre que filosofa lo hace para buscar una comprensión de su ser, siempre y cuando sus necesidades vitales estén cubiertas, o sea, en esos momentos de libertad individual que llamamos ocio. El impulso científico es una consecuencia de la curiosidad que se canaliza por el experimento; en el experimento hay una condición activa que trata de repetir el fenómeno para encontrar las leyes que lo rigen, pero el experimentador, por más pura que sea su intención de objetividad, es decir, de salirse de sí mismo, siempre tiene en su método o en la aplicación del mismo un engrama inconsciente que te envuelve, porque la voluntad del experimentador nunca es pasiva; quien experimenta quiere dominar las condiciones del fenómeno que estudia para poder repetirlo a su antojo o corregir sus componentes y por tanto su resultado.

La esencia del científico estriba en dominar a la naturaleza, y sus preguntas, hechas en forma de experimentos, pretenden que lo natural se revele dentro de los lineamientos del experimento que él inventa; por eso es que lo científico siempre es reductivo. No se puede preguntar todo sobre todo al todo, porque la respuesta es todo. Kant ya hizo la crítica a la razón pura, hablando de filosofía, e hizo la crítica a la razón práctica, hablando de ciencia y estableció algo, en el siglo XVIII, que vuelve a ponerse en evidencia en el siglo XX: para analizar y sintetizar algo, la mente humana recurre a conceptos “a priori” que siempre aparecen sosteniendo la estructura del conocimiento.

Por último, la satisfacción artística nos indica una situación psicológica de complacencia con la naturaleza, ya sea cuando se repiten sus formas con el gozo sensual de la pintura realista, o cuando se intenta, por el contrario, construir formas artificiales que den satisfacción a los oscuros designios del espíritu. En nuestro caso, decíamos más arriba que nuestros comentarios giran alrededor de un acto de magia: vamos a ponernos en contacto con las imágenes de unas pinturas rupestres de las cuales no conocemos ninguna referencia que nos permita analizarlas intelectualmente; me refiero a las preguntas más simples, como por ejemplo: “¿Qué procedimiento secreto habrán usado para que estas líneas, planos y colores, no sólo no hayan desaparecido con lluvias, vientos, polución y erosiones, sino que estén fosilizadas, es decir, sean parte de la piedra tal como la vemos hoy?

Nos queda, de manera providencial, solamente la experiencia sensorial de verlas y aprovecharnos de las maravillosas copias contenidas en este libro por el esfuerzo del autor, por su capacidad técnica y por su tenacidad exploratoria. Durante el siglo XIX los investigadores muestran una tendencia a hablarnos de pinturas primitivas con el acento puesto en la simpleza de lo no evolucionado, pero la colección mundial de estas pinturas, con su misteriosa diversidad sobre lo mismo y la enorme dificultad para repetirlas, con toda nuestra complicada tecnología, nos hacen admitir la palabra “primitivas” pero con el acento puesto en la inocencia poderosa del niño, en la profunda poesía de lo simbólico y en la hendidura luminosa de lo religioso, que no admite edad diferencial entre la admiración por el Sol que tiene un niño y la reverencia religiosa que puede mostrar un viejo ante la misma luz.

En estos comentarios prefiero ubicarme en la cálida admiración del niño que mira y dejar para otros observadores la calificación, la tipificación y la clasificación de estas pinturas rupestres.

Todos, cuando niños, pintamos por pintar, recuerde el lector sus
primeros trazos con lápiz, con tinta, con jabón o con tierra, y volverá a sentir lo que yo siento cuando veo las señales de cinco dedos corridos sobre las rocas miles de años atrás; o cuando distingo estas figuritas redondeadas que me hacen imaginar gritos infantiles ante señales exteriores, como por ejemplo “fíjate en este hombrecito o cuidado con la culebra” o “qué lindo este pájaro” o “mira, una máscara” y “estas líneas cuadraditas” o “estos palos entrecruzados” y en vez de ponerme a figurar razas, conceptos y elucubraciones complicadas, me digo a mí mismo: si yo agarro un círculo o algo redondeado y le pinto muchos palitos hacia afuera, estoy admirando algo que produce vida desde adentro hacia afuera; si, por el contrario, le pinto todos los palitos hacia adentro, tocándose en el centro, tengo la impresión de algo, como un huevo o una semilla con vida, que va a salir. Si pinto algo redondeado o elíptico o una curva cerrada y le pongo cuatro palitos o más, siento a un animal que se mueve y así puedo continuar haciendo como los niños, ensayos de dejar pintadas las cosas que les llaman la atención; pero creo que, en esas pinturas primitivas, como en las pinturas del hombre actual, todo lo que tenga curvas predominantes me habla de vida, movimiento o poder exuberante que, como diría San Agustín, me tocan el cuerpo y el alma.

Pero cuando veo líneas rectas que se constituyen en imágenes, cerradas o abiertas, más o menos complicadas, siento lo espiritual, señalándome hacía las cosas que el hombre no encuentra en el afuera sino en los meandros más profundos de su sentimiento religioso.

Agrupar estas pinturas es tan peligroso, desde el punto de vista psicológico, como decir que dos figuritas casi idénticas pintadas por dos niños diferentes significan lo mismo para cada uno de ellos. Nunca he sido partidario de preguntarle a un niño, ¿qué es eso qué pintaste?, si quiero que el niño siga pintando. La respuesta ante un dibujo infantil, primero, no es necesario expresarla y, segundo, debe ser vivencial, no racional, como por ejemplo: “me gusta”. Si el niño puede hablar de lo que pinta, habla y no pinta, porque cuando el niño pinta es porque no lo puede decir todo y por eso lo pinta. Cuando los adultos no pintan o no simbolizan, es porque son tan soberbios que creen que todo lo pueden explicar con palabras. Hace muchos años intenté acercarme a las pinturas de mis pacientes psiquiátricos con instrumentos psicológicos y después de estudiar miles de pinturas digitales (finger paintings) me di cuenta que sólo podía hablar de energía en los trazos, de rigidez en las formas, de combinación en los colores y de claridad o nebulosidad en su conjunto, pero aprendí entonces, y ahora lo aplico, que los trastornos mentales puede que alteren las formas de la expresión artística pero no producen la capacidad artística; que un pintor esté más o menos adaptado a su círculo social no tiene nada que ver con la calidad artística de su pintura, a pesar de que pueda reflejar en esas pinturas sus anécdotas vitales, porque nadie se desequilibra por pintar, pero tampoco se requiere de equilibrio para hacerlo. Pintar es expresar reverencia por lo que sale de adentro; si eso coincide con una reverencia similar en otros, se aprecia la pintura de éste o de aquél y si el grupo que la aprecia es influyente en la sociedad la pintura se establece como moda o como estilo y pierde la individualidad del artista y se convierte en artesanía decorativa o llega a ser parte de un ritual político o religioso.

Todas estas posibilidades yacen en estas pinturas rupestres y, por sus condiciones, tengo la impresión de que las hicieron adultos y creo que siempre más de uno, pero no veo mayor diferencia entre esas pinturas rupestres y todas las demás expresiones artísticas y artesanales que por miles de años nos han acompañado, indicando una necesidad de afirmación religiosa, postura filosófica, convicción científica artesanal: tanto en ellas como en ciertas pinturas actuales hay configuraciones que representan en sus imágenes fuerzas arquetipales que nos conmueven y que nos unen en una reflexión que Jung llamó la numinosidad de ciertos símbolos. El hombre, sus totems, sus tabúes, sus ritos, en entera mezcla existencial entre lo de adentro que se siente a veces y a veces se va, y lo de afuera que se domina a veces y a veces aterra, en ese entero juego vital del artista y el público que parece bambolearse entre aquello de: yo expreso para admirar o yo pinto para dominar, tú miras para encontrar o tú interpretas para ordenar; ese juego continuo de los seres humanos vivos que existen en entera relación con los otros que ya no están.

Enseñar a cuidar esas pinturas rupestres que se han cuidado solas es un anhelo virtuoso que tiene como corolario el respetar y cuidar todas las demás.

La primera vez que el observador se pone en contacto con las pinturas rupestres, ya sea como una parte de su investigación arqueológica, ya sea como artista o como decorador o como simple curioso, tiende automáticamente a colocarse a distancia de ellos, los primitivos, los inocentes, los antiguos, y él como representante de una actualidad dominadora por lo desarrollada; todo lo cual lo aleja aún más de la situación de esos hombres que pintaron hace cientos o miles de años, y plantea un dilema que se manifiesta en todos los estudiosos; es el dilema entre la semejanza por la naturaleza de ser también hombre y la diferencia por haber desarrollado cualidades distintas.

Yo creo que una de las maneras de reaccionar ante las pinturas rupestres debe hallarse en la búsqueda de la intención del pintor a través de una identificación con él. Como la ontogenia es una representación de la filogenia, en la evolución de cada uno de nosotros reposa una clave que nos permite acercarnos francamente al fenómeno, porque el hombre actual también pinta y habla y escribe sobre lo que otros pintan, señalando, las más veces, técnica y procedimiento, pero manteniendo siempre la coherencia de lo intencional, porque la intención del genio pictórico es lo que se hace escuela pictórica y se entrelaza con la moda, la arquitectura, la decoración y las formas de una belleza aprobada por pequeños grupos, establecida como un patrón que cambia la vida de la mayoría.

Pensemos por un momento en nosotros mismos, herederos de la cultura occidental en sus mil variadas facetas de representación pictórica y volvamos a la infancia, para encontrarnos allí con recuerdos de objetos y de pinturas: seamos niños otra vez y recordemos la pintura infantil como un medio educativo, sí, pero sobre todo lúdico y expresivo, ¿qué pintamos como niños?

Primero, la raya o la mancha de color que son una acción placentera en su misma ejecución y que, una vez adquirida cierta destreza, se vierten hacia afuera en la representación que le sirve al maestro para educarnos en términos, nombres y relaciones, pero que nos permite también divertirnos con nuestras impresiones, que son sentimientos individuales y que difícilmente podemos expresar tan fácilmente como en la pintura. Muchas veces pareciera como que si el niño que pinta sobre papel, pared, tierra o tela se explaya en ellos, se vierte hacia afuera por el placer de estar allí. Son los adultos quienes tratan de establecer parámetros de utilidad, como ya hemos dicho, al preguntar ¿qué es

esto o aquello? Así ciernen, sobre el pequeño pintor, un tejido de obligada significación y, por primera vez, se le da al objeto una categoría de realidad extrema que oscurece, aunque quieran que no, la realidad interna de lo emocional; en otras palabras, considero que la expresión, en sí misma, se vuelve rígida con el empeño de cristalizarla en conocimiento de objetos, similitud con el entorno, significados de utilidad, y así queda el enorme campo de lo ritual, religioso y costumbrista, como tomando el lugar que la colectividad le impone al niño,;sin embargo, el verdadero artista persevera, muchas veces a través de dolorosos vericuetos, en expresar su interioridad, en exponer su mundo subjetivo. La fragilidad y delicadeza de la expresión pictórica individual es una demostración del riesgo que el hombre corre cuando muestra libre y espontáneamente sus manifestaciones de sensibilidad en la emoción pictórica. Para mí es un hecho evidente que lo primero que se pinta es la cosa, luego el animal y por último el hombre, así como también me parece que tratar de pintar el movimiento es una gratificación afectiva tan o más importante que la gratificación que se refiere a lo intelectivo; numerosísimos trabajos demuestran que la edad mental, refiriéndonos a la inteligencia, se puede colegir de los ítems formalizantes de la figura humana, y los psicólogos hacen uso de eso todos los días; pero ese escalímetro intelectual no se puede aplicar con eficiencia para medir la intensidad de un gesto, de una posición, o de un sentimiento que el pintor quiere expresar mediante la figura.

Por otra parte, las razones técnicas basadas en la óptica y otros datos físicos, hacen que, hasta el día de hoy, agrupemos a las producciones de ciertos pintores actuales como primitivas, pinturas inocentes o naives como dicen los franceses. El hecho de que el pintor pinte al hombre más grande que la casa, a los objetos lejanos más grandes que los cercanos, lo consideran los críticos con un cierto espíritu caritativo que se manifiesta en el uso del mote “primitivo”. Todo esto redunda en maleficio de la cercanía con la intención del pintor y permite una mirada cargada de juicios intelectuales que en mi opinión, debían comenzar todos con la frase “A pesar de que…”, porque ese es el espíritu que siento cuando leo algo sobre pinturas rupestres: A pesar de que eran unos indios antiquísimos,  dibujaron estos grafismos imponentes…, y siempre se termina por juzgar que todo lo que vino después fue mejor. Lo que viene a salvar la situación realmente es el contenido mágico que no se resuelve nunca con aproximaciones intelectuales; porque es muy diferente sentarse en una poltrona, a la luz de una lámpara, en el abrigo de una  habitación civilizada, para hojear libros de reproducciones de pinturas rupestres, a aventurarse a  buscarlas en sus escondidos sitios desérticos o boscosos y sentir la impresión del entorno que la enmarca tiempo ha.

No hay ninguna diferencia entre la intención de un artista que vivió hace quinientos o cinco mil años y la intención de un artista moderno en el sentido de lo que los mueve porque ese es lo que significa la palabra “emoción”: lo que mueve. Pero sería incongruente decir aquí que las intenciones que predominan, en la pintura rupestre o en la actual, son conscientes: insisto en que el pintor expresa simbolismos inconscientes, directa o indirectamente y que el estudio del Inconsciente Dinámico permite adentrarse un poco más tanto en lo mágico como en lo religioso; en otras palabras: lo que a mí, que pinto sobre la roca un bisonte, un toro, un caballo o una iguana me produce el placer de reproducirlos, con mayor o menor fidelidad, o de deformarlos, con mayor o menor destreza, va más allá de la posesión del animal o de su utilidad, belleza o peligrosidad en lo cotidiano para tocar lo simbólico, que es siempre una pequeña manifestación de los complejos arquetipales que yacen en la naturaleza misma del hombre, como una raíz que chupa imágenes del cosmos y las transforma en poderosas fuerzas mágicas,  que cambian las cosas desde dentro hacia fuera y que a veces, se ritualizan en lo religioso que, como lo dice la misma palabra, es una nueva manera de ligar entre sí las cosas viejas.

Esto explicaría, en parte, el por qué nuestros antiguos hermanos pintaban y repintaban sobre los mismos sitios y por generaciones expresaban, mediante esas pinturas, desde contenidos naturales hasta expresiones altamente místicas, pasando por grafismos y reducciones que muchas veces llegaban hasta expresiones ideográficas y escriturales.

Decíamos antes que una de las formas de abstraer es el resultado intelectual de encontrar las similitudes entre las cosas, pero ahora tenemos que afirmar que la calificación, tipificación y clasificación de las pinturas rupestres no agota el enorme caudal del espíritu humano, que se mantiene, en esas expresiones pictóricas, dentro de la profunda e inexhaustible realidad del símbolo.

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